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Atardecer en la Costa

 

 

El sol descendía lentamente hacia el horizonte, tiñendo el cielo con tonos de naranja y dorado. Los últimos rayos de luz se deslizaban sobre las olas, arrancando destellos de brillo que se mezclaban con la espuma del mar. Las piedras, esparcidas a lo largo de la costa, reflejaban el calor del día, mientras el agua salada las acariciaba en su ir y venir constante.

Sentado en la orilla, sentías la soledad como un manto, envolviéndote con una mezcla de serenidad y melancolía. Cada ola que rompía en la playa parecía hablarte secretos, historias antiguas guardadas en las profundidades del océano. El aire llevaba consigo el olor del mar, una mezcla de sal y libertad, que se impregnaba en tu piel y en tu espíritu.

Tus pensamientos ardían, queriendo encontrar una forma de liberarse, de brotar como las olas que se lanzaban sin temor contra las rocas. Sentías tus órganos retorcerse en un fuego interno, un deseo intenso de expresarte, de dejar salir todo aquello que había estado acumulándose en lo más profundo de tu ser.

Postrado ante la inmensidad del mar, deseabas que algo brotara desde dentro, que se manifestara en palabras, en un grito, en una lágrima. Querías que esa fuerza interior, ese ardor que te consumía, se transformara en una creación, en algo tangible que pudiera existir más allá de ti.

El atardecer seguía su curso, y con cada segundo que pasaba, el cielo se oscurecía un poco más, mientras el fuego en tu interior no hacía más que crecer. Sabías que, al igual que el sol se sumergía en el horizonte, algo dentro de ti también estaba a punto de emerger, de romper las barreras que lo contenían, para finalmente brotar y encontrar su lugar en el mundo.

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