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Arraigo y desapego

Arraigo y desapego

 

En lo profundo del bosque, donde la luz apenas tocaba el suelo cubierto de hojas secas, las raíces de los árboles tejían una red invisible que sostenía la vida en la superficie. Allí, en la penumbra, donde el viento habla secretos a través de las ramas, una figura caminaba en silencio, escuchando los sonidos del bosque.

Cada paso era un eco de libertad, una conexión con la tierra que resonaba en su interior. Las aves cantaban desde lo alto, mientras las hojas crujían bajo sus pies. Sentía que el bosque le ofrecía un refugio, un espacio donde el tiempo no existía, donde podía ser simplemente una parte más del todo.

Las raíces bajo la tierra eran fuertes, firmes, enredadas unas con otras, creando un lazo indestructible que sostenía la vida sobre ellas. Pero no todas las raíces estaban arraigadas de la misma manera. Había algunas que, a pesar de su apariencia robusta, apenas se aferraban al suelo. Cuando llegaba la tormenta, eran las primeras en ceder, en ser arrancadas y arrastradas por el viento. Aquellas raíces que no estaban verdaderamente conectadas al suelo, que no habían encontrado su lugar, se iban sin dejar rastro, llevándose consigo la promesa de lo que nunca fue.

El caminante sabía esto. Sabía que la vida, como las raíces, necesitaba de firmeza, de un anclaje profundo y verdadero. Había aprendido que quienes se iban fácilmente, quienes no podían permanecer firmes en medio de las tormentas, nunca estuvieron realmente allí. Solo eran sombras pasajeras, ilusiones que se desvanecían con el primer soplo de viento.

Pero en ese bosque, entre las raíces y los sonidos del viento, el caminante encontraba paz. Allí, donde el silencio hablaba más que las palabras, comprendía que no todos los lazos eran eternos, y que a veces, dejar ir era parte de la danza natural del bosque. La libertad no era aferrarse con desesperación, sino saber cuándo soltar, cuándo dejar que el viento se llevara lo que no pertenecía.

Y así, caminaba, sintiendo las raíces bajo sus pies, escuchando las aves que volaban libres por encima de las copas de los árboles. Sabía que la verdadera libertad no era estar solo, sino estar en paz con uno mismo y con lo que la vida traía y se llevaba. En ese bosque, donde las raíces se enredaban unas con otras, el caminante encontró su propia raíz, su propio espacio de libertad y tranquilidad.

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