En lo profundo de la selva, donde el follaje denso apenas dejaba pasar la luz del sol, había una piedra solitaria, grande y antigua. Su superficie rugosa contaba historias de miles de años de exposición al viento, la lluvia, y las criaturas que la habían habitado. Pero lo que la hacía única no era su antigüedad, sino la pintura que adornaba uno de sus lados: la figura de un mono cariblanco, trazada con colores naturales, desvaídos por el tiempo pero todavía visibles.
Nadie sabía quién había pintado al mono en esa piedra. Algunos decían que fue obra de los antiguos habitantes de la región, quienes veneraban a los monos como espíritus guardianes de la selva. Otros creían que fue un gesto de amor, un tributo de un artista desconocido a la naturaleza que tanto amaba. Lo cierto es que el mono, con su expresión traviesa y ojos atentos, parecía cobrar vida cada vez que alguien se acercaba a la piedra.
Era una de esas tardes en que el sol caía bajo, bañando la selva en tonos dorados, cuando decidí seguir un sendero poco transitado, uno que había evitado hasta entonces por su aparente desuso. Sentía que la selva me llamaba, que había algo al final de ese camino que necesitaba descubrir.
El sendero serpenteaba entre árboles altos y lianas colgantes, hasta que finalmente se abrió en un pequeño claro. Allí, en el centro, estaba la piedra pintada. Me acerqué con cautela, como si temiera romper la magia del lugar. El mono me observaba desde la piedra, su mirada fija en la mía. Algo en su expresión me hizo sentir que no estaba solo, que la selva misma estaba viva, respirando conmigo.
Me senté frente a la piedra, dejando que mis pensamientos se mezclaran con el sonido de las hojas susurrando en el viento. La figura del mono me intrigaba, su cara blanca contrastando con las sombras de la tarde. Parecía querer decirme algo, un mensaje perdido en el tiempo, una historia que solo se revelaba a aquellos dispuestos a escuchar.
De repente, una brisa suave movió las hojas, y por un instante, todo se quedó en silencio. Fue en ese momento que lo entendí. El mono cariblanco no era solo una pintura, era un símbolo, un recordatorio de que la vida, al igual que esa piedra, está llena de capas, de historias ocultas esperando ser descubiertas. Era como esa calle tras la cena, un lugar que al principio parecía ordinario, pero que guardaba en sus rincones secretos que solo se revelaban a los curiosos, a los que se atrevían a explorar.
Me levanté, dejando el claro con la sensación de haber encontrado algo que no sabía que estaba buscando. El mono cariblanco seguía allí, observando desde su piedra, como un guardián de un mundo antiguo, un testigo de todo lo que había pasado y todo lo que estaba por venir.
Esa tarde, volví sobre mis pasos, llevando conmigo una nueva historia, una que no podría contar con palabras, pero que viviría en mí como el eco de esa piedra pintada, recordándome siempre que hay más en el mundo de lo que se ve a simple vista.