Para llegar a él,
primero la Puerta del Trueno:
un umbral que no pregunta,
solo observa.
Kaminarimon guarda su lengua,
sabe que el silencio es también
un acto de fe.
La calle Nakamise,
estrecha como un recuerdo heredado,
se llena de pasos suaves,
de huellas que parecen no tocar el suelo.
Tiendas de souvenirs y dulces
como ofrendas menores
para quienes buscan el sabor de lo perdido.
Ellas caminan solemnes,
los kimonos abrazando sus cuerpos
como un río que no se cansa de fluir.
El peso de la seda
es también el peso de la historia.
Una celebración,
una carga que se lleva
con la misma delicadeza
con que se sostiene una plegaria.
Frente al altar,
las manos juntas,
las cabezas inclinadas,
sus labios murmuran deseos
que parecen demasiado pequeños
para ser escuchados por los dioses,
pero demasiado grandes
para guardarlos en el pecho.
El humo del incienso sube,
como si quisiera alcanzarlos,
como si pudiera enseñarles
lo que significa pedir sin miedo.
Ellas no lloran.
No rezan con lágrimas.
La devoción es una danza
que no necesita música.
Es el rito de quien sabe
que cada favor concedido
es también una promesa rota.
Y aún así, siguen allí.
Frente al altar.
Solicitando.
Esperando.
Creyendo.