Las tres coronas
En el extremo sur del pueblo de Haijiang, donde la tierra termina en rocas negras y el mar ruge como si le doliera existir, cada primer día de luna nueva aparecen ellas: tres mujeres con coronas de flores en la cabeza y trajes tradicionales que no se ven desde hace generaciones.
No llegan juntas, pero se encuentran siempre al pie del risco, en la misma hora, sin necesidad de palabras.
Llevan túnicas largas de lino teñido con hojas, ceniza y barro.
Los colores han palidecido con los años: azules que fueron intensos, verdes que conocieron la selva, rojos que tal vez sangraron.
Cada una porta una corona hecha con flores vivas: bugambilias, jazmines salvajes, margaritas pequeñas traídas del monte.
Nadie sabe sus nombres verdaderos.
En el pueblo se refieren a ellas con apodos maliciosos: “la Bruja del Norte”, “la Esposa del Mar” y “la Loca de los Cántaros”.
Pero en realidad, ninguna de ellas está loca.
La del norte tejía redes cuando las redes aún eran de cáñamo y no de plástico.
La del mar perdió tres hijos a las corrientes y dejó de hablar desde entonces.
La de los cántaros recogía agua dulce desde más allá de la colina, antes de que las máquinas destruyeran la fuente.
Se sientan sobre piedras planas.
Una enciende un incienso.
Otra saca una flauta de bambú.
La tercera abre un cuaderno de papel de arroz y escribe caracteres invisibles con agua de lluvia.
No oran.
No rezan.
Solo están.
Y esa presencia suya, envuelta en coronas florales, molesta a algunos.
A los nuevos, a los que construyen cabañas de lujo cerca del acantilado.
Les parece que las mujeres “afean la vista”, “espantan a los turistas”.
Hubo una reunión en el comité del distrito.
Hubo firmas, incluso amenazas.
Pero ellas siguen bajando.
Una vez al mes.
Sin excusas.
Sin miedo.
Un niño curioso se les acercó una vez.
Tenía apenas siete años y una rodilla herida.
—¿Ustedes qué hacen aquí? —preguntó.
La del mar lo miró con ojos húmedos.
—Recordamos.
—¿A quién?
—A todo lo que no supo defenderse —respondió la del norte.
—¿Y por qué las coronas?
La de los cántaros sonrió, la única sonrisa en años.
—Porque el dolor también merece belleza.
Y siguieron en silencio.
El niño volvió con una flor amarilla y la dejó junto al cuaderno.
Y ese gesto pequeño, inocente, quedó flotando entre ellas como una promesa.
Algunos dicen que si uno mira desde lejos, cuando el sol se pone detrás del risco y el viento sopla desde el mar, se puede ver cómo sus coronas de flores titilan, como si una llama antigua se negara a extinguirse.