sin título

La del abanico rojo

 

La primera vez que apareció, fue durante el festival de la cosecha, caminando sola entre los puestos del mercado, sin comprar nada.
Llevaba un vestido dorado muy ajustado, de seda antigua, bordado a mano.
En la cabeza, una corona de flores de gala: peonías abiertas como suspiros detenidos, jazmines entretejidos con hilos dorados, y una sola flor roja, muy viva, al centro, como un corazón escondido.
Y en la mano, un abanico rojo.

No era cualquier abanico.
Tenía plumas pintadas en la tela, y caracteres trazados con tinta negra, que nadie logró leer porque ella jamás lo abrió del todo.
Solo lo agitaba lentamente, como quien mueve el aire para hacerlo recordar.

No habló con nadie.
No rió.
No bailó.
Y sin embargo, todos la vieron.

Las mujeres la miraban con recelo.
Los hombres, con una mezcla de temor y deseo.
Los ancianos decían que era un mal presagio vestirse de gala sin estar invitada.

Una semana después, un funcionario local fue destituido por corrupción.
Al mes, un empresario del puerto huyó del pueblo.
Y cada vez que una desgracia caía sobre algún poderoso, alguien decía en voz baja:

—Ella lo sabía.

Pero nadie la vio acusar a nadie.
Solo caminaba, con su corona y su abanico, entre las sombras del templo, el muelle, o la plaza vieja.
Sentada en el banco de piedra, movía el abanico como si espantara a los fantasmas del lugar.

Una niña, huérfana, se le acercó una vez con una fruta partida en dos.
Ella aceptó la mitad, la partió de nuevo y le dio un cuarto a la niña.

—¿Quién eres? —preguntó la pequeña.

—Alguien que no olvida —dijo la mujer, sin alzar la voz.

—¿Por qué el abanico?

—Para no hablar cuando el mundo no quiere oír.

—¿Y la corona?

—Para no inclinar la cabeza.

Y después de eso, la niña la siguió por un tiempo.
Aprendió a leer los gestos del abanico.
Aprendió a recoger flores caídas del suelo y tejerlas sin hilo.
Aprendió que el silencio, si es firme, también es un lenguaje.

Una noche de tormenta, la mujer desapareció.
Solo quedó el abanico rojo, apoyado contra la puerta del ayuntamiento.

Desde entonces, muchas mujeres jóvenes comenzaron a usar coronas pequeñas, de tela o papel, en los días difíciles.
Y algunas llevan abanicos rojos, aunque no digan por qué.

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