Aquel amanecer fue distinto.
El cielo no se teñía con la furia del sol, sino con un velo opaco, casi blanco, como si el mundo aún dudara entre el sueño y la vigilia. La brisa del mar llegaba suave, sin sal ni peso, y hasta las olas rompían con una especie de respeto inusual.
En medio de esa calma quebradiza, en una roca plana junto a la playa, estaba ella: Lianhua.
Sentada en posición de loto, su silueta no parecía hecha para ese mundo rudo.
No vestía como las otras mujeres del pueblo, de ropas fuertes y tonos terrosos.
Ella llevaba una túnica sencilla, de lino, y una corona de flores en la cabeza, tejida por sus propias manos al alba.
Las flores eran silvestres: lirios blancos, hojas de loto, algunas enredaderas con pétalos rosados que apenas respiraban.
No había vanidad en su corona.
Era una señal.
Una forma de decir al cielo: estoy aquí, pero aún no me pertenezco por completo.
Nadie sabía exactamente por qué Lianhua rezaba.
No lo hacía en el templo del pueblo, ni con los ritos de las ancianas, ni repitiendo mantras de memoria.
Ella meditaba al borde del mar, sin pronunciar palabra, con los ojos cerrados y la frente serena.
Cada mañana, antes de que el primer vendedor abriera su puesto, antes incluso de que los pescadores lanzaran sus redes, ella ya estaba allí, inmóvil como una estatua respirando.
Muchos decían que estaba loca.
Otros, que era una elegida.
Unos pocos, en voz baja, aseguraban que había perdido a alguien.
Una hermana, un amor, un hijo.
Nadie lo sabía.
Y ella no respondía.
Pero el silencio que la rodeaba era distinto.
No era el silencio del vacío.
Era el silencio de quien escucha con devoción.
Algunos días, las gaviotas la rodeaban sin graznar, posándose a su lado, como si reconocieran en ella una quietud anterior al vuelo.
Otras veces, los niños del pueblo se acercaban con timidez y dejaban junto a su roca pequeñas ofrendas: una concha, una piedra brillante, un dulce robado del mercado.
Ella no abría los ojos.
Pero al final del día, cuando todos se iban, esas ofrendas desaparecían con el mismo cuidado con que llegaron.
Un viejo pescador la observaba desde lejos.
Decía que su plegaria sostenía el clima, que desde que ella meditaba en la playa, las tormentas llegaban más tarde y el pescado no escaseaba.
Lo decía sin fe, pero con respeto.
Como se habla de los árboles que nunca dan sombra, pero sí fruta.
Una tarde, alguien la encontró llorando en silencio.
Las lágrimas caían sin sacudidas.
No había dolor visible, solo agua.
Como si en su plegaria se hubiera abierto una puerta hacia dentro.
—¿Por qué llorás, Lianhua? —se atrevió a preguntar una niña, la más pequeña del pueblo.
Ella la miró con ojos oscuros y dulces, como pozos antiguos.
—Porque a veces el cielo escucha demasiado.
Y volvió a cerrar los ojos.
Desde entonces, muchos dejaron de reírse de ella.
Otros comenzaron a imitarla.
Pero ninguno alcanzó su quietud.
Y así, cada día, Lianhua baja con su corona de flores al borde del mar.
No pide nada.
No enseña nada.
Solo está.
Y con estar, transforma.