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La mujer del hombro inclinado

 

Al amanecer, cuando la brisa aún huele a sueño salado y las olas son apenas suspiros, aparece ella: la China de las canastas.
Nadie sabe su nombre verdadero.
Algunos dicen que es Chen, otros que Lu, pero en el pueblo costero basta con decir “la China de las canastas” y todos entienden.
Una figura pequeña, huesuda, siempre recta salvo por el hombro izquierdo, inclinado hacia abajo por el peso constante de la vara de bambú que carga sobre la espalda, con una canasta en cada extremo.

Camina con paso firme por la playa húmeda, dejando huellas finas como ideogramas olvidados. El bambú cruje sobre sus vértebras, pero ella no se queja.
Va vestida con ropas que parecen haber sido arrancadas de un carnaval. Blusas de naranja furioso, pantalones de verde chillón, a veces fucsia.
Una explosión de color que chirría contra la paleta tenue de la arena.
En la cabeza, su sombrero de ala ancha tejido en palma está adornado con flores plásticas: lilas, azules, doradas… tan falsas como resistentes, como ella.

Recorre la playa en silencio, inclinándose aquí y allá.
Con su garfio de madera va recogiendo lo que el mar regala: peces varados, cangrejos distraídos, camarones atrapados entre las piedras.
A veces rescata con cuidado una estrella de mar viva, la moja con su botellita de agua y la devuelve al mar.
—Vos no, vos no sos comida —dice en voz baja, sin mirar a nadie.

Algunos la miran con desdén, con esa condescendencia que solo tienen los que no han conocido el hambre.
Otros la miran con curiosidad, creyendo que es parte del folclor.
Y hay quienes evitan cruzarse con ella, por superstición, por ignorancia o porque su figura encorvada les recuerda demasiado la verdad.

Dicen que vive sola en una casa de madera, sin esposo ni hijos, solo un perro viejo que cojea como ella.
Cuentan que vino del norte, escapando de algo, aunque nadie sabe de qué.
Algunos afirman que fue maestra de caligrafía en su juventud, y que sus dedos aún recuerdan los trazos del pincel cuando cose las redes rotas.

Pero todo eso son rumores.

Lo que es cierto —porque se ve— es que cada mañana baja a la playa con sus canastas y su florido sombrero, y regresa al pueblo cuando el sol ya está alto y la playa se llena de cuerpos aceitados.
Camina con el cuello erguido, como si llevara en sus canastas no solo pescado, sino historia.
Como si supiera que su andar es también memoria, y que la playa, el pueblo, el mundo, se sostienen un poco sobre su hombro inclinado.

Esa tarde, un niño la siguió sin ser visto.
La observó desde detrás de unas piedras, intrigado por su silencio, por la forma en que hablaba con los peces muertos.
Cuando la vio sacar un pez plateado de una poza y envolverlo con una tela roja, el niño preguntó sin pensar:

—¿Por qué lo cubrís así?

Ella lo miró por primera vez. Sus ojos eran pequeños, pero en ellos cabía todo el mar.

—Porque todavía está tibio —dijo—. Y lo tibio merece respeto.

Y siguió su camino.

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