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Hilos del atardecer

 

 

El sol descendía como un farol cansado sobre la línea del mar.
La playa se teñía de naranja viejo, como si alguien hubiese derramado té sobre la arena.
Y en medio de esa luz gastada, allí estaba ella: sentada sobre su banco pequeño, con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las rodillas, y la mirada clavada en la red que tejía.

No era grande. Tenía el cuerpo delgado y los dedos rápidos, como gorriones.
Su vestido era de lino sencillo, pero había una flor roja cosida al borde del cuello: un detalle que no era necesario, y por eso era hermoso.
El sombrero de ala ancha la protegía del sol, aunque a esa hora ya no quemaba.
A su lado, una canasta de colores contenía las cuerdas, las agujas, y un termo de agua tibia con jengibre.
Frente a ella, el mar, como una criatura antigua, iba y venía sin apuro.

Tejía una red nueva.
No para ella.
La tejía para él.

Su amado no tenía nombre para el pueblo. Era simplemente “el hijo de la viuda Yu”. Callado, trabajador, algo torpe con las palabras.
Pero sus manos sabían leer las corrientes, y su espalda estaba marcada por el viento del océano.
La noche anterior, en el umbral de la casa, él le había dicho, casi en susurro:

—Mi red ya no sirve. Se le escapa todo. Como si el mar se burlara de mí.

Y ella no respondió con palabras. Solo lo miró, y al día siguiente, cuando el sol apenas asomaba, ya estaba sentada en la playa, entrelazando nudos.

Cada lazo era firme. Cada nudo, medido.
Ella no pensaba en el amor como en los libros. No suspiraba.
Solo tejía.
Porque sabía que el amor también se construye con trabajo.

Un grupo de mujeres pasó cerca y la saludó con una mezcla de risa y asombro.

—¿Tejedora de atardeceres? —le dijo una, burlona.

Pero ella no alzó la cabeza.

Solo dijo:

—Las redes también son promesas.

Y siguió.
El sol bajaba más.
Los nudos se multiplicaban.
Y aunque el aire se volvía fresco y el mundo parecía calmarse, ella tejía con una urgencia callada, como si supiera que no hay eternidad, solo intentos.

Cuando la red estuvo terminada, la sostuvo entre sus manos como si fuera un recién nacido.
La estiró con cuidado, revisó los bordes, aseguró los extremos.
Luego se la puso sobre los hombros, como si llevara una capa, y caminó hacia la cabaña donde él vivía.

Nadie vio ese momento.
No hubo testigos.
Solo el mar, que continuaba su vaivén, indiferente.

A la mañana siguiente, una barca salió temprano, más temprano que todas.
Y cuando regresó, llevaba peces de todos tamaños.
Y el hijo de la viuda Yu tenía una sonrisa rara, leve, apenas visible, pero que no se le conocía antes.

Y esa noche, en la playa, ella volvió a sentarse con sus cuerdas y su banco.

Porque la vida, como el mar, nunca se detiene.

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