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El mar no necesita testigos

En la costa este, donde las olas rompen con el mismo ritmo desde hace siglos, hay un rincón de playa que solo conocen los que madrugan. No figura en los mapas ni en las postales, y sin embargo es allí donde cada mañana aparecen ellas: cuatro chicas chinas con sus trajes tradicionales de trabajo.

Llegan juntas, pero no hablan mucho. Cada una carga lo suyo: redes, canastas, ganchos de bambú, cuerdas, un pequeño banco de madera. Visten pantalones anchos atados con cintas en los tobillos, blusas de algodón grueso, delantales oscuros salpicados de sal. Y sobre sus cabezas, los mismos sombreros cónicos, cubiertos con telas de flores brillantes, que les caen sobre la espalda como pétalos vencidos por el viento.

Se llaman Yulan, Meimei, Aiqin y Sufen. Tienen entre veinte y treinta y tres años, pero sus cuerpos ya conocen el esfuerzo, y sus manos no saben de adornos.

Yulan es la mayor. Tiene la mirada seria y la voz firme. Dirige el trabajo sin imponerse, porque las otras la siguen como se sigue a la marea: con naturalidad.

Meimei es la que ríe más. Mientras lanza la red, canta pedazos de canciones viejas, esas que se escuchaban en la radio del mercado cuando aún era niña.

Aiqin es silenciosa. Sus movimientos son exactos, casi ceremoniales. Amarra las redes como si escribiera poemas con los dedos.

Sufen, la más pequeña, aún se cansa fácilmente, pero no lo dice. Mira a las otras con una mezcla de admiración y terquedad.

Trabajan al borde del agua, donde las rocas forman pequeñas pozas. Buscan cangrejos, caracoles, peces atrapados entre las grietas. No es pesca abundante, pero es suficiente si se repite cada día. Llenan sus canastas sin apuro, conversando de vez en cuando, pero sin perder el ritmo.

Cuando el sol comienza a alzarse, los colores de sus ropas se encienden: verdes musgo, rojos intensos, azules de cielo manchado. A esa hora, si alguien las viera desde lo alto, podría confundirlas con muñecas de papel en movimiento.

Pero no hay nadie. Solo el mar.

Una mañana, un joven funcionario del gobierno, de esos recién llegados de la ciudad con lentes sin polvo y zapatos limpios, pasó por la playa. Las observó de lejos, anotó algo en una libreta y se fue.

Al día siguiente, alguien del comité del distrito vino a decirles que tal vez podrían organizar un grupo cultural, una exhibición para turistas, algo sobre “la mujer tradicional en la costa”. Prometieron camisetas nuevas, un escenario, fotos para el periódico.

Las chicas escucharon sin interrumpir. Luego, cuando el hombre se fue, se miraron entre ellas. Yulan se encogió de hombros. Meimei soltó una carcajada. Aiqin siguió trabajando como si nada. Y Sufen, con los pies aún mojados, dijo:

—¿Y si nos tomamos una foto nosotras mismas?

Las otras asintieron. Sacaron un teléfono envuelto en una bolsa de plástico, lo apoyaron en una roca y posaron juntas, con sus sombreros y sus canastas.

Luego volvieron al trabajo.

El mar no necesita testigos.

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