El sol empezaba su descenso como un anciano cansado que busca su rincón de sombra. La playa, vasta y tibia, se extendía ante el mar como una lengua que no ha dicho todo lo que sabe. En medio de esa luz dorada que no quema, pero pesa, se recortaban tres figuras femeninas, sentadas en bancos bajos como promesas viejas.
Sus manos eran ágiles, veloces, entrenadas por años de necesidad y ternura. En cada red que remendaban había un pedazo de pan, una escuela pagada a duras penas, una medicina conseguida en el último intento. El hilo que usaban no era solo de nylon: era de paciencia, de amor, de deuda no dicha.
Llevaban sombreros y telas en la cabeza, grandes como alas de mariposa, con flores imposibles: naranjas encendidos, fucsias encandilantes, turquesas sacados de algún sueño. Y aunque sus ropas eran humildes, todo en ellas tenía un aire de fiesta detenida. A su lado, canastas tejidas con cintas de plástico reciclado rebosaban de colores y esperanzas.
Las tres hablaban entre sí con risas bajas, casi murmuradas. No eran risas livianas, sino profundas. Las que brotan cuando el cuerpo está cansado pero el alma no se rinde. Compartían cuentos, rumores del pueblo, y a veces recuerdos de tiempos más duros, contados con una ironía que espantaba la lástima.
—¿Te acordás cuando la red se me rompió justo cuando entró el pargo? —dijo la más joven, con el pelo recogido bajo un pañuelo rojo como un geranio.
—Y vos te tiraste al agua con la falda puesta como si fueras sirena —respondió otra, la de las manos más viejas, que ya no tejía tan rápido, pero enseñaba mejor que nadie.
—Pargo fue lo que trajo mi marido una vez —dijo la tercera, y las otras dos rieron como si supieran de qué hablaba, como si esa historia ya la hubieran vivido todas.
A lo lejos, algunos turistas pasaban con cámaras, tomando fotos como si captaran algo exótico. Pero esas tres mujeres no posaban. No interrumpían su ritmo ni su conversación. Eran tan parte del paisaje como el mar, y sin embargo tan ajenas a lo que los ojos extranjeros alcanzaban a ver.
Trabajaban fuerte, pero no eran figuras trágicas. Eran dignas. Había en ellas una alegría extraña: la de quienes saben que no hay descanso, pero sí sentido. Que el día siguiente traerá el mismo sol, la misma red, la misma silla… pero también traerá comida para los hijos. Y eso, por ahora, bastaba.
Cuando el cielo empezó a volverse morado y las gaviotas buscaban roca para dormir, las mujeres se levantaron. Guardaron las redes, sacudieron la arena de sus bancos, se acomodaron los pañuelos floridos y, sin urgencia, se pusieron en marcha.
Caminaron como llegaron: juntas, riendo bajo la luz que aún resistía. Atrás, quedaron tres huecos en la arena y un rumor de voces que el viento se llevó, sin entender del todo lo que decían.