DSC_4654xc

La playa y la memoria

La tarde caía lentamente sobre la costa, como una sábana vieja extendida por manos invisibles. El sol ya no era fuego, sino una moneda cobriza que descendía hacia el borde del mar. En esa hora en que los cuerpos proyectan sombras largas y los cangrejos se asoman tímidos, ella apareció con su pequeño banco bajo el brazo.

Iba descalza. Cada paso levantaba un soplo de arena y dejaba una huella apenas más honda que la anterior. No había prisa en su andar, tampoco descanso. Solo esa firmeza callada con la que caminan quienes han vivido mucho y esperado poco.

El banco era de madera oscura, bajo y cojo, pero ella lo cargaba con una dignidad absurda, como si fuera un trono. Lo colocó donde la marea aún no alcanzaba y se sentó mirando al horizonte, donde el cielo se disolvía en agua.

No traía red ni sombrero. No tejía ni remendaba. No pescaba. Solo miraba.

Los niños gritaban a lo lejos. Las parejas se tomaban fotos. Los drones zumbaban como mosquitos sobre la arena. Pero ella seguía ahí, ajena. Parecía estar esperando algo, o tal vez a alguien. O quizás ni eso.

Un hombre mayor, canoso y con una camiseta de alguna campaña política olvidada, se le acercó por la espalda. Se detuvo unos metros antes, como quien reconoce una escena demasiado íntima para interrumpir.

—¿Otra vez aquí, doña? —preguntó, sin esperar respuesta.

Ella no giró la cabeza.

—Hace buena tarde —dijo él, como si eso bastara para justificar la vida entera.

Ella asintió apenas. Sus ojos seguían en el mar.

El hombre dudó, como si buscara las palabras exactas y no las encontrara. Luego se fue, igual que había venido. Dejando solo el murmullo de sus pasos en la arena.

La mujer no se movió.

El sol ya tocaba el agua, y la brisa traía ese olor salobre que parecía limpiar los pensamientos. Ella cerró los ojos un momento. No para dormir. Tal vez para recordar. O para no llorar.

Dicen en el pueblo que cada tarde, desde hace más de diez años, la doña baja con su banco a ver el mar. Que un hijo se le fue en una lancha y no volvió. Que no hay tumba ni cruz. Solo el mar, y ella mirándolo.

Otros dicen que no es por eso. Que solo baja a sentarse porque ahí, en esa orilla precisa, es el único lugar donde no le duele la espalda.

Y ella no ha dicho nunca cuál es la verdad.

Cuando el sol terminó de hundirse, se levantó, sacudió la arena del vestido, cargó su banco y volvió a caminar, dejando huellas que el mar se apuró en borrar.

Porque así es la playa, y así es la memoria.

Scroll to Top