El sol aún no se había escondido, pero la playa seguía viva con las voces del mar. Las olas se mecían con su paciencia habitual, igual que cada mañana, y la arena todavía guardaba el fresco de la noche. Ella llegó como siempre: sola, silenciosa, arrastrando los pies con la resignación de quien ya conoce demasiado bien el camino.
Llevaba un sombrero de ala ancha, de esos que parecen haber visto más años que rostros. Bajo él, su cara era delgada y curtida, y su cuello tenía las arrugas de los manglares, esas que solo se hacen con la sal y los días. Se sentó en su pequeña silla, una silla de madera vieja, rota. No dijo palabra. Desenrolló las redes, algunas aún húmedas, otras ya remendadas, y comenzó a trabajar.
Sus manos eran callosas y sabias. El hilo de nailon corría entre sus dedos como si tuviera vida propia. A cada nudo, a cada puntada, se le notaba una precisión nacida no del gusto, sino de la necesidad. El viento le jugaba con el vestido, con el cabello que escapaba del sombrero, pero ella ni se inmutaba. Sus ojos seguían fijos en la red, como si en ese entramado encontrara algún sentido que a otros se les escapaba.
Un muchacho, de esos que vienen a correr con auriculares en las orejas y relojes brillantes en la muñeca, se detuvo a mirarla. No por mucho, apenas unos segundos, como quien observa una piedra rara en el camino. Luego siguió, sin saludar.
Ella no lo vio. O prefirió no verlo.
Había pescado suficiente si la red resistía. Pero la red ya tenía años, igual que ella. Las mallas se rompían donde menos se esperaba, y los peces, cada vez más esquivos, sabían escapar. Aun así, seguía allí cada mañana. Con su silla baja. Con su paciencia. Con su silencio.
A veces, los pescadores del pueblo pasaban y le decían que ya no valía la pena. Que los tiempos eran otros, que el mar se había vuelto avaro. Que vendiera la red, que se fuera con su hija a la ciudad, donde la esperaba un cuarto y una cama sin arena. Ella solo sonreía. No decía que su hija no la esperaba. Que el cuarto no era suyo. Que la cama la compartía con dos niños y un llanto.
En el pueblo decían que estaba sola porque quería. Pero nadie preguntaba cómo se sostenía. Nadie pensaba en la olla de su casa, que solo tenía agua si el mar se dejaba.
Esa mañana, cuando el sol se ocultó por completo y la playa se quedó sin gente, ella ya había terminado una parte del remiendo. Guardó la aguja, enrolló la red. Se levantó despacio. Tomó su silla con una mano, la red con la otra, y caminó hacia el estero.
Parecía una figura dibujada en un papel viejo. Pero era real. Y al igual que el mar, estaba cansada, pero no vencida.