La pagoda estaba escondida como una culpa antigua entre los pliegues húmedos de la montaña. No aparecía en los mapas. Nadie la mencionaba en los folletos turísticos que se vendían en la estación de tren de Guilin, y sin embargo, todos en el pueblo sabían de ella. La llamaban La Pagoda de los Santos Quietos.
Decían que quien entraba por primera vez debía hacerlo descalzo, como si el mármol pudiera distinguir el peso del alma. Era vieja, tan vieja que los cimientos parecían haber crecido de la tierra en vez de haber sido construidos. El techo, de tejas curvas, aún respiraba con el viento. Los escalones que llevaban al interior estaban gastados por siglos de pasos, algunos ansiosos, otros penitentes.
La primera vez que fui tenía veintidós años y un corazón roto. No buscaba consuelo, sino olvido. Pero lo que encontré me miró a los ojos y no me dejó escapar.
Dentro, el silencio era denso y perfumado, como una sopa de loto negro. El aire olía a madera añeja, incienso seco y piedra. En las paredes, los frescos parecían sueños a medio pintar: rostros de bodhisattvas con cejas como alas de golondrina, ríos de tinta que serpenteaban entre columnas de luz, mandalas que vibraban si uno los miraba demasiado tiempo.
Y los santos… oh, los santos.
Cuarenta y ocho figuras de mármol blanco se alzaban a cada lado del pasillo central. Cada una tallada con precisión brutal. Rostros de paz infinita, de sonrisa ambigua, de compasión silenciosa. Algunos sostenían flores de piedra, otros espadas, otros libros abiertos cuyos caracteres parecían cambiar de forma según la hora del día.
Los ancianos decían que esas esculturas fueron creadas por un artista ciego, un tal Maestro Yan, que tallaba por tacto, por intuición, por dolor. Su esposa murió joven, y dicen que después de enterrarla, desapareció durante veinte años y regresó con las estatuas.
Nadie supo nunca cómo lo hizo.
Pero lo extraño no era la perfección del mármol. Era lo que pasaba en las noches de lluvia.
Una vez me quedé adentro durante una tormenta, porque la entrada se cerró de golpe con un viento que no venía de afuera. Y fue entonces que lo vi: las gotas de agua no caían del techo. Brotaban del rostro de un santo. Un solo hilo fino de agua bajaba por su mejilla, como una lágrima pesada, como si recordara algo. O a alguien.
Yo no grité. Solo me arrodillé. Porque algo en mí entendió. El mármol no lloraba por tristeza. Lloraba por nosotros. Por los que habíamos olvidado cómo mirar, cómo escuchar, cómo creer.
Desde entonces, regresé cada año. No para rezar. No para pedir. Solo para mirar en silencio.
Y a veces, cuando el día está gris y el alma parece de cartón húmedo, juro que los santos de mármol me observan también.
Como si supieran mi nombre.
Como si supieran el nombre de todos.