En el corazón de Guilin, donde los ríos Li y Peach Blossom se cruzan como amantes antiguos, se alzan las dos pagodas gemelas: la del Sol y la de la Luna. Una brilla con el oro del mediodía, la otra con el misterio del jade nocturno. Los turistas dicen que son bonitas. Los lugareños saben que están vivas.
Y quien más lo sabía era un barquero llamado Chen Ruifeng, que desde joven navegaba las aguas entre lagos y ríos, guiando a los visitantes con historias que sonaban como invenciones… pero no lo eran.
Decía Chen que, hace siglos, las pagodas no eran de bronce ni cristal, sino de carne y hueso: un hermano y una hermana nacidos de la unión de un dios del cielo y una campesina de la tierra. El niño era cálido y ruidoso como el mediodía en verano. La niña, callada y pálida como el invierno al anochecer. Jugaban entre los sauces, corrían por las orillas, y cada atardecer se tomaban de la mano y esperaban al borde del lago a ver quién llegaba primero: el crepúsculo o el primer lucero.
Pero los dioses no permiten amores tan intensos entre sol y luna. Envidiaban su alegría, temían su poder. Así que los separaron: él fue convertido en torre dorada que solo ve el día, y ella en torre plateada que solo respira de noche. Desde entonces, la Pagoda del Sol y la Pagoda de la Luna se miran sin tocarse, eternamente cercanas y eternamente solas.
Chen contaba esta historia cada vez que pasaba bajo el puente que une los dos templos. Nadie le creía del todo. Hasta que ocurrió lo de aquella noche sin luna.
Era septiembre, temporada de lluvias, y el agua de los lagos subía más de la cuenta. Chen, ya viejo, decidió hacer su último viaje nocturno solo, sin turistas, sin linternas, solo él y el agua. Navegó hasta el centro del lago Shanhu, entre las dos pagodas. El viento estaba quieto, pero las campanas de la Pagoda de la Luna comenzaron a sonar.
Primero una, luego dos. Como una conversación.
Luego, algo que no había ocurrido en cien años: la luz del Sol apareció en medio de la noche. No era el sol real, sino una esfera ardiente que brotó del centro de la pagoda dorada y flotó sobre el agua. La Pagoda de la Luna respondió con una luz plateada que no era reflejo, sino presencia. Las aguas hervían sin calor. El aire zumbaba como un tambor antiguo.
Chen miró, no con miedo, sino con respeto. Y dijo:
—Se han encontrado.
Las luces danzaron una junto a otra sobre el lago, como niños que vuelven a jugar sin que los padres los vean. Luego, con un suspiro que hizo vibrar las hojas de todos los árboles a la redonda, las luces regresaron a sus torres. Todo volvió a la calma.
A la mañana siguiente, encontraron la barca de Chen vacía. Solo un sombrero flotando, y una flauta de bambú en la cubierta.
Desde entonces, los barqueros nuevos no se atreven a pasar entre las dos pagodas por la noche. Y los viejos, cuando lo hacen, susurran algo antes de cruzar. Nadie sabe qué dicen. Algunos creen que es una oración. Otros, un recuerdo.
Pero si uno escucha con cuidado, puede oír dos notas muy suaves en el aire. Una dorada. Una plateada. Como si el Sol aún amara a la Luna, y la Luna aún esperara.