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Los recuadros azules

 

En un pueblo que no figura en los mapas, junto al cauce seco de un río que alguna vez tuvo nombre, existe una casa de adobes en la esquina donde convergen dos caminos de polvo. A un lado de ella, una palmera pequeña se esfuerza por alcanzar una altura que el clima y el tiempo le niegan. Nadie recuerda cuándo fue plantada. La casa, de una sola planta, tiene una ventana orientada hacia el poniente. No destaca por su tamaño ni por su forma, pero en su marco —cuadrado y de madera vieja— hay algo que perturba a quienes la observan: cinco recuadros pintados de un azul intenso, casi sobrenatural.

Ese azul —ni celeste ni marino, sino un matiz intermedio que recuerda a ciertas cerámicas persas o a la cúpula de una mezquita en Samarcanda— parece no desvanecerse nunca. Las lluvias lo respetan, el sol no lo corrompe. Algunos vecinos han afirmado, sin insistencia, que no fue pintado sino descubierto, como si los recuadros hubieran estado ahí desde antes del adobe.

La casa perteneció a un hombre llamado Xie Yuan, un archivista retirado que había trabajado en la ciudad clasificando manuscritos del periodo Tang. Cuando se instaló en el pueblo, llevaba sólo una maleta y un cuaderno encuadernado en cuero. Era un hombre silencioso, de andar medido y mirada obsesiva. Observaba la ventana como quien estudia un mapa secreto.

Cierta tarde, durante el equinoccio, un niño curioso —nieto del panadero— se asomó al interior de la casa por una rendija y vio algo inexplicable: los recuadros no daban al interior de la vivienda, sino a otras habitaciones, todas distintas, todas imposibles. En una, un salón con espejos infinitos; en otra, una sala con relojes que giraban en dirección inversa; en otra más, una biblioteca circular donde un anciano escribía con tinta dorada sobre pergamino negro. El niño huyó. Al día siguiente, cayó enfermo y no volvió a hablar.

El rumor se extendió lentamente. El viejo Xie fue interrogado por el alcalde, pero negó cualquier anomalía. Sonrió —dicen— con un gesto que recordaba a los monjes zen. Dijo: “No son ventanas. Son espejos que todavía no han decidido qué mostrar.”

Al morir, la casa fue abandonada. Nadie quiso habitarla. Un erudito forastero, que viajó desde Nankín al escuchar las leyendas, intentó estudiar la ventana. Midió los recuadros, tomó fotografías, raspó con bisturí la pintura. Descubrió que no era pintura, ni pigmento: era una sustancia que no se adhería al adobe sino que surgía de él, como si el azul fuera el verdadero color de la materia, y el barro un simple disfraz.

Una noche, el erudito desapareció. En su diario, encontrado días después en la posada, había escrito una sola frase, en caligrafía temblorosa:

“He cruzado el umbral, y no sé si quiero regresar.”

Hoy, los recuadros siguen allí. Nadie los toca. Algunos dicen que el azul ha comenzado a expandirse, milímetro a milímetro, hacia el resto de la pared. Quizá, cuando cubra toda la fachada, el pueblo entero ya no pertenezca a este mundo, sino a otro: uno que los recuadros han estado soñando pacientemente desde el inicio de los siglos.

 

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