Quienes han descendido por el río Li saben que, más allá de su belleza evidente —las montañas de piedra caliza que lo escoltan como centinelas de otro tiempo, la neblina que parece no obedecer al clima sino a una voluntad arcana—, hay un tramo que no figura en los mapas ni en los relatos turísticos. Los pescadores lo evitan con un respeto ancestral que no se justifica con palabras, y los ancianos del pueblo más cercano —cuya lengua ya no es del todo comprensible— lo llaman simplemente Luzhǎng, que podría traducirse como “el lugar donde el río se sueña a sí mismo”.
Ese tramo, según los escasos testimonios, comienza en una curva suave donde el cauce se ensancha y la corriente disminuye hasta casi inmovilizarse. Allí, súbitamente, aparecen lirios rosados, miles de ellos, flotando en la superficie con una gracia que no corresponde a lo vegetal. No son flores silvestres comunes. Algunos afirman que nunca se marchitan. Otros que cambian de forma cada vez que uno parpadea. Hay quien los ha visto abrirse y cerrarse como si respiraran.
Pero el verdadero misterio no son los lirios, sino las ninfas.
No son criaturas como las descritas por Ovidio o Apolonio. No cantan ni seducen. Tampoco huyen. Se limitan a mirar. Surgidas del agua o tal vez de la propia niebla, se manifiestan en número variable, con cabellos largos como raíces líquidas y ojos que no parpadean. Sus formas son humanas, pero no del todo: carecen de sombra, y su reflejo en el agua no es siempre el mismo.
Un poeta chino del siglo XIII, cuyo nombre ha sido deliberadamente borrado de los registros imperiales, escribió un único texto titulado Memoria de las hijas del Li. En él sostiene que esas entidades no son seres, sino recuerdos. “Cada una —escribió— es la encarnación de una vida no vivida, de una felicidad que alguien imaginó pero que no ocurrió.” El emperador, al leer el manuscrito, lo mandó quemar y ordenó la destrucción de los archivos del autor. Pero una copia sobrevivió, guardada en una caja de laca negra en el monasterio de Wǔchéng, donde nadie osa leerla completa.
Durante la ocupación japonesa, un soldado que había estudiado filosofía alemana intentó explorar el tramo encantado. Sus compañeros lo vieron entrar en una barca al amanecer. Nunca regresó. La embarcación apareció tres días después, intacta. Dentro, sobre la madera mojada, alguien había grabado con la punta de una bayoneta una frase incomprensible:
“Las ninfas no son guardianas. Son el precio.”
Hoy, los académicos ignoran Luzhǎng. Algunos la consideran una superstición local, un mito periférico del budismo popular. Sin embargo, hay quienes —en ciertos círculos privados de lectura y discusión— creen que el tramo encantado del Li es un pliegue en la estructura del mundo, una grieta en la continuidad lineal del tiempo. Un lugar donde todo lo que pudo haber sido prospera en silencio.
Porque allí —dicen los últimos que se atrevieron a mirar sin desear— las ninfas no miran a los hombres, sino lo que esos hombres han perdido. Y cada lirio rosado es un futuro olvidado que aún insiste en florecer.