En los archivos polvorientos del Templo de los Mil Espejos, perdido entre las colinas de Hangzhou, se conserva un manuscrito anónimo, sin fecha ni título, que narra una historia absurda —o sagrada— sobre una criatura única: una libélula cuyas alas no eran de membrana, sino de vidrio transparente.
No era, según el texto, una libélula ordinaria. Aparecía siempre sola, sobre estanques detenidos por el silencio, en la hora en que el mundo parece un reflejo más que una sustancia. Sus alas no brillaban, sino que refractaban. Los que la vieron —si es que alguien la vio— decían que en cada ala se podían leer signos diminutos, semejantes a ideogramas, aunque ningún calígrafo pudo copiarlos y ningún sabio pudo traducirlos.
La leyenda dice que quien logra leer las alas de la libélula conocerá su verdadero destino. No su porvenir, que es voluble como el humo, sino aquello que fue desde antes del nacimiento y que permanece más allá de la muerte: la cifra exacta del ser.
Un monje llamado Yún Shān, en el siglo X, dedicó su vida a perseguirla. Recorrió lagos y jardines, ayunó hasta el límite del cuerpo, practicó la quietud durante años. Finalmente, en un atardecer sin testigos, la libélula descendió sobre una piedra frente a él. No huyó. Él la miró. Las alas, perfectas como espejos rotos, mostraban signos que cambiaban a cada parpadeo. Comprendió entonces —dice el manuscrito— que los signos no eran fijos porque el destino, aunque único, no podía ser leído sin transformarlo.
Volvió al templo en silencio y se encerró en una celda. Allí escribió un solo verso, que aún se conserva:
“Lo que se revela al ser mirado, deja de ser lo que era.”
Después, no habló más.
Siglos más tarde, un entomólogo japonés, Kazuo Inoue, afirmó haber hallado en los bosques de Yunnan una especie de libélula desconocida. Tenía alas completamente transparentes, sin nervaduras visibles, como hechas de cristal. Cuando la fotografió, el negativo apareció en blanco. Solo quedaban huellas en el agua donde se posó. El científico abandonó su investigación, entró a un monasterio zen y nunca volvió a escribir.
Algunos dicen que la libélula no es un insecto, sino una idea. Otros creen que es una forma menor de la divinidad, una epifanía que se disfraza de levedad para no aplastarnos con su verdad. Un filósofo de Suzhou llegó a proponer que la libélula es el alma de un libro aún no escrito, que busca un lector suficientemente vacío para recibirlo.
No está claro si la libélula de alas de vidrio vuela aún. Tal vez se oculta entre las cosas que no miramos, o tal vez vuela sólo en los sueños que no recordamos.
Pero si alguna vez, en un jardín solitario o en la orilla de un estanque, ves un destello suspendido en el aire —frágil, sin peso, sin sonido—, no intentes atraparla.
Mírala, si puedes, sin deseo.
Tal vez, por un segundo, serás leído.