Hay en la provincia de Yunnan, en una altitud donde el aire parece aún no haber sido respirado por el mundo, un jardín que no aparece en los registros imperiales ni en los censos agrícolas, aunque varios emperadores soñaron con él y algunos monjes taoístas escribieron sobre su rumor.
Los habitantes del cercano pueblo de Sùméng —una aldea que no figura en los mapas actuales y que, según ciertas crónicas Ming, desapareció tras un incendio que nunca ocurrió— llaman a ese sitio Huāwújiàn, “el jardín donde florecen las flores que no se ven”.
Dicen que al entrar en el jardín (si se tiene la fortuna o la desgracia de hallarlo), lo primero que se percibe no es lo visual, sino el perfume. Es un aroma rosado, si se me permite la sinestesia, y lleno de una dulzura que recuerda a una memoria feliz. No hay caminos ni cercos, pero uno intuye, por instinto o por reverencia, que debe caminar con lentitud. Allí, sin ser vistas, florecen las méihuā, o eso aseguran los lugareños. Afirman que son flores rosadas, inasibles a la vista, pero de tal fuerza vital que su presencia modifica la sombra de los árboles y el canto de los pájaros.
Un antiguo texto, atribuido al maestro Chan Yǔ Zhé —aunque otros lo adjudican a un calígrafo loco del período Qing—, describe estas flores con precisión paradojal: “No pueden verse, pero se reflejan en el agua. No se pueden tocar, pero tiñen los dedos de quienes intentan rozarlas. No se pueden poseer, pero crecen en el corazón del que las recuerda.”
Un diplomático inglés del siglo XIX, George Mallory (no confundir con el montañista), escribió en una carta privada: “Vi las flores en Yunnan. Jamás las vi.” Su diario de viaje, conservado en la Biblioteca Bodleiana bajo acceso restringido, contiene un dibujo en lápiz de una flor que no tiene contorno, sólo color.
Un erudito chino contemporáneo, Zhang Liren, sostiene en un tratado marginal que las flores son una manifestación de lo que llama “la nostalgia del mundo por su propio esplendor”, una forma de belleza que se niega a ser aprisionada por los sentidos. Otro, más osado, ha propuesto que Huāwújiàn es en realidad un sitio mental, un paisaje que florece en ciertas conciencias cuando el alma alcanza un equilibrio entre el asombro y el olvido.
Hoy, nadie sabe exactamente dónde está el jardín. Algunos creen que se mueve, como los palacios de los inmortales. Otros que sólo aparece para quien ha perdido algo tan valioso que sólo una belleza invisible puede consolarlo.
Pero de vez en cuando, en ciertos templos de tejado curvo, donde el incienso sube como un idioma que aún no ha sido traducido, un monje calla, cierra los ojos, y en su rostro asoma una sonrisa inexplicable, como quien ha contemplado, por un instante mínimo y eterno, la floración de lo imposible.