En el pueblo de Qīngshuǐ, apenas un punto entre los pliegues de una provincia sin fama, existe una casa de adobe. Nadie recuerda cuándo fue construida. Sus paredes, gastadas por el viento de las montañas, tienen el color de la ceniza tibia. Sin embargo, lo que distingue a esta casa no es su forma ni su abandono, sino una ventana: una humilde estructura de madera, sin cristal, orientada hacia el este.
La ventana —más allá de su material y su función— posee una singularidad que acaso desafíe el tiempo y la lógica. En los días de niebla, cuando el pueblo entero parece flotar entre vapores ancestrales, la ventana no da al paisaje habitual, sino a una biblioteca. Es una sala interminable, con anaqueles de maderas oscuras y volúmenes encuadernados en piel de animal desconocido. Las letras en los lomos no pertenecen al chino, ni al sánscrito, ni al árabe. Son signos curvos, que recuerdan a los sueños de una lengua extinta.
A esta ventana llegó, sin buscarla, el señor Li Wen, un maestro retirado que había enseñado literatura en la escuela del pueblo. Una mañana de marzo, mientras tomaba té junto al muro oriental, la niebla cubrió el valle, y la ventana —que hasta entonces sólo servía para ventilar el humo de la cocina— mostró el pasillo de estanterías imposibles. Li Wen no se asustó; era un hombre cultivado, y sabía que ciertos enigmas no se enfrentan con miedo, sino con cautela.
Cada mañana, desde entonces, cuando la neblina era densa y el pueblo callaba, el maestro se sentaba frente a la ventana y copiaba. Transcribía en papel de arroz los caracteres que podía ver con su vista menguante. A veces, las páginas de los libros se abrían solas, como si supieran lo que él deseaba. Otras, la biblioteca parecía dormida. En el curso de veinte años llenó veintitrés cuadernos. Solo una vez alguien más vio la biblioteca: un niño, nieto del maestro, que al asomarse, solo encontró un espejo.
En su vejez, Li Wen creyó haber descifrado algunos pasajes. No contenían historia, ni filosofía, ni poesía, sino otra cosa: una suerte de manual para la construcción del universo. Uno de los fragmentos que más le obsesionó decía, en traducción aproximada:
“Todo lo que existe ha sido soñado por otro. Lo real es la persistencia del sueño más fuerte.”
El maestro murió en silencio. Los cuadernos, cuidadosamente envueltos en tela azul, fueron confiados a un monje ciego, quien los quemó sin leerlos. Dijo que eran peligrosos.
A veces, en Qīngshuǐ, cuando la niebla lo cubre todo, los niños se atreven a mirar por la ventana. Solo ven el valle, los álamos torcidos, las nubes. Pero un anciano del pueblo, que aún recuerda al maestro, asegura que un día —quizá cuando el mundo olvide su forma actual— la biblioteca volverá a mostrarse, y uno de los libros se abrirá por sí solo, revelando la página que falta para soñar el siguiente universo.