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La ventana de piedra

En medio del altiplano, donde ni los cóndores se atreven a volar bajo, se erige una piedra colosal, tan antigua que los mapas la esquivan con un trazo tembloroso y los pastores apenas la nombran. La llaman, cuando lo hacen, La Ventana de Dios, aunque nadie recuerda por qué.

No tiene marco ni cristal, pero el tiempo la ha horadado con paciencia de siglos, tallando un hueco en su corazón de granito. Es, sin metáforas, una ventana: abierta hacia el cielo.

La descubrió por segunda vez (porque nadie encuentra por primera vez lo que ha sido eterno) un hombre llamado Murillo, cartógrafo retirado, que vagaba por las regiones olvidadas buscando puntos sin nombre. El GPS lo abandonó a medio día; la brújula giró como si dudara del norte. Caminó, sin más guía que el sol, hasta que la vio. No supo si era monumento o alucinación. La piedra era altísima, más ancha que la plaza de su pueblo, y al centro, a una altura absurda, estaba la ventana. No había escalera ni grieta para alcanzarla.

—¿Una ruina? —se preguntó—. ¿Una trampa del tiempo?

Volvió varias veces, siempre solo. El hueco —y esto lo inquietó desde el principio— no mostraba el mismo cielo dos veces. A veces aparecía enrojecido, como si fuera ya tarde en otro mundo. Otras, había estrellas de geometría impensable. Una noche lo vio lleno de agua, y la superficie ondulaba con el viento, sin derramar una gota.

Un día llevó una cámara. La fotografía mostró una pared de piedra lisa, sin ventana alguna.

Desde entonces, la duda lo partió en dos. En su casa, en un cuaderno sin tapas, escribió obsesivamente:

“Si la ventana cambia lo que deja ver, ¿es ella el límite o el origen?”

Murió de fiebre muchos años después, sin confesar su hallazgo. Pero su sobrino, que heredó sus papeles, buscó el sitio marcado con una cruz temblorosa en el margen de un croquis amarillento. Halló la piedra. Subió un dron, hizo grabaciones. Nada. Solo piedra.

Hasta que, al regresar, se percató de algo absurdo: al reproducir el video en su computadora, en uno de los fotogramas —solo uno—, se abría en la piedra un rectángulo luminoso. Detrás, no cielo, sino una ciudad imposible: torres curvas, aves metálicas, niños flotando.

La imagen se borró al instante, como si no pudiera sobrevivir al mundo de los hombres.

Desde entonces, el joven no ha dejado de regresar. No busca ya una ventana. Busca, más bien, la grieta en el mundo que permita mirar hacia adentro. O hacia más allá.

Quién sabe. Tal vez, como su tío, descubra que toda ventana verdadera es también un espejo.

 

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