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El día en que las montañas se inclinaron

Decían los viejos del pueblo de Yangdi que el río Li no era un río, sino una serpiente sagrada que soñaba con convertirse en nube. Y que las montañas kársticas que lo escoltaban, esos colosos afilados como cuchillos de jade, eran antiguos dioses castigados por enamorarse de los hombres. Por eso estaban quietos, por eso no hablaban. Pero si uno los miraba el tiempo suficiente, con el corazón limpio, podían inclinarse levemente. Solo un poco. Como un saludo entre iguales.

Yo no creía en esas cosas hasta que bajé de la balsa y sentí cómo la tierra respiraba debajo de mis pies.

Habíamos llegado al río Li una tarde de octubre, con el sol partido en dos por la niebla. La luz caía sobre el agua como si alguien la estuviera colando a través de una tetera rota. Había otros turistas, claro. Muchos con sombreros amplios, bastones de senderismo, gafas de sol que no dejaban verles los ojos. Pero nosotros nos alejamos de ellos. Caminamos por un sendero de piedra bordeado de árboles con hojas doradas, hasta llegar a una pequeña curva del río, donde el agua se detenía, como para escuchar.

Y allí, frente a nosotros, estaban los picos.

Altos. Delgados. Increíblemente verticales. Se alzaban como dedos de un titán enterrado, cubiertos de musgo, silencio y memoria. Algunos tenían nombres: “La dama peinándose”, “El caballo mirando hacia atrás”, “El escriba sin rostro”. Otros, simplemente estaban ahí, sin nombre, como si esperaran que alguien los bautizara.

Mi compañero —un hombre que se hacía llamar Liang, aunque no estoy seguro de que ese fuera su verdadero nombre— me dio una piedra.
—Tírela —dijo—. Si rebota más de tres veces, las montañas se fijan en usted.

No me reí. Algo en su voz, en su manera de mirar el agua, me impidió hacerlo. Arrojé la piedra. Rebotó cinco veces. Liang me miró como si yo acabara de comprometerme a algo sin saberlo.
—Ahora debe subir —dijo—. No una montaña cualquiera. La que lo mire primero.

Le pregunté cómo sabría cuál era.
—Ella sabrá hacérselo notar —respondió.

Así empezó todo.

Subí. No rápido. No con heroísmo. Subí como quien escucha una historia, paso a paso, tratando de no interrumpirla. En la mitad del ascenso, un águila pasó volando tan cerca que sentí su sombra acariciarme la cara. Más arriba, encontré un pequeño altar abandonado, con tres monedas oxidadas y una rama seca colocada con demasiada delicadeza como para ser casualidad.

Cuando llegué a la cima, me quedé sin palabras. No por la vista —aunque era hermosa, el río Li serpenteando entre los picos como una pintura aún húmeda—, sino por la sensación de haber sido invitado. Era como si ese pedazo de montaña, ese rincón del mundo, me hubiese aceptado. Y me dijera sin palabras: Ahora tú también perteneces aquí.

Allí permanecí hasta que el sol comenzó a esconderse. Las sombras de las montañas se alargaban, y en el reflejo del agua, parecían inclinarse. Solo un poco. Como si estuvieran despidiéndose.

Cuando bajé, Liang no estaba. Solo encontré una nota doblada bajo una piedra. Decía:
“Si alguna vez sueñas que flotas sin tocar el agua, no te despiertes. Es el río Li llevándote a casa.”

A veces me preguntan si volvería. Si repetiría la experiencia. Siempre digo que no. No porque no lo desee, sino porque algo tan único no debe buscarse dos veces. Subir otra vez sería tentar al destino, y los dioses que aún viven en esas montañas no toleran la insistencia.

Pero cuando cierro los ojos en las noches tranquilas, escucho el susurro del río, como una lengua antigua rozando las rocas. Y a veces, si estoy completamente en silencio, siento que las montañas me están mirando. No como enemigos, ni como monumentos, sino como viejos amigos. Altos. Eternos. E inclinándose apenas, lo justo, para recordarme que una vez, solo una vez, fui parte de su sueño.

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