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El hombre que flotaba

Cuando le dijimos a la señora del hostal que queríamos hacer el viaje largo, en balsa de bambú, entre Guilin y Yangshuo, ella dejó de fregar el suelo, se secó las manos en el delantal y nos miró con algo entre sospecha y respeto.
—Eso no es paseo —dijo—. Eso es meditación.

No entendimos del todo, pero igual partimos al amanecer, con el rocío aún colgando de los tallos de arroz, y los pájaros apenas abriendo los ojos. La balsa era delgada, casi frágil, hecha de cañas unidas por cuerdas y clavos viejos. Nuestro balsero, un hombre de ojos hundidos y espalda recta, no habló al principio. Solo nos señaló con el pulgar que subiéramos y, con un empujón firme de su pértiga, nos arrancó de la orilla como quien desprende una hoja de un árbol.

Flotar por el río Li era como soñar con los ojos abiertos. Las montañas kársticas se alzaban a ambos lados como guardianes dormidos, envueltos en neblina, y el agua reflejaba todo con tal perfección que por momentos no sabíamos si navegábamos por el río o por el cielo. Pasábamos junto a aldeas que parecían dibujadas con pincel, con techos de tejas curvas, gallinas sueltas y ancianas barriendo el polvo de sus puertas como si barrieran siglos.

En un momento, nos detuvimos en una orilla. El balsero ató la balsa a una estaca, se bajó, y sin decir nada, comenzó a recoger ramas caídas. Pensamos que haría fuego o algo parecido, pero solo las fue atando en un pequeño fardo. Luego se lo echó al hombro, nos miró, y dijo por primera vez: —Aquí nació mi madre. Cada vez que paso, recojo leña para que no se enfríe el recuerdo.

No supimos qué responder. Solo lo seguimos, cámara en mano, intentando capturar no la imagen, sino lo que se escondía detrás de ella.

Más adelante, el río se estrechaba y el mundo parecía cerrarse sobre nosotros. Entrábamos en un corredor de bambú, denso y sombrío, donde el agua adquiría un tono verde profundo y la luz se colaba como si tuviera que pedir permiso. En ese tramo, el balsero empezó a cantar. Era un canto lento, arrastrado, en una lengua que no reconocíamos, pero que parecía tener siglos adheridos. El río lo escuchaba, las piedras lo escuchaban, y también nosotros, aunque no supiéramos qué decía.

El viaje duró casi todo el día. A veces el balsero se detenía para dejarnos caminar por un sendero oculto o simplemente para que miráramos una roca con forma de búfalo, un árbol doblado por el viento, una nube que parecía un pez. Todo ocurría despacio, como si el tiempo se estirara para no molestarnos.

En una aldea sin nombre, una niña corrió hacia la orilla, gritó algo y arrojó una flor al agua. El balsero la recogió con su pértiga, la olió, y nos la entregó.
—Para el recuerdo —dijo—. Pero no lo encierren en una foto. La flor se muere si la miran demasiado.

Al llegar a Yangshuo, el sol ya caía detrás de los picos como una moneda que se hunde en un charco. El pueblo bullía con turistas, luces, vendedores de frutas secas y motocicletas eléctricas que zumbaban como abejas nerviosas. Bajamos de la balsa en silencio, todavía temblando un poco por dentro.

Le dimos las gracias al balsero. Él no respondió. Solo se metió otra vez al río, empujó la pértiga y se alejó flotando río arriba, como un tronco sabio que conoce el camino de regreso.

Desde entonces, cada vez que miro las fotos de aquel viaje, siento que no captan nada. No están mal, no. Hay reflejos, hay montañas, hay aldeas. Pero lo que yo viví no está ahí. Está en el sonido de la pértiga contra la roca, en la flor que aún huele en mi memoria, en el canto que no entendí pero que escuché con todo el cuerpo.

Y, sobre todo, en la sensación de que durante ese viaje, más que navegar por un río, fuimos parte de él. Parte de ese largo sueño líquido que cruza Guangxi, llevando tiempo, silencio y recuerdos como ramas recogidas para que no se enfríen.

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