Aquel otoño, cuando viajamos al río Li con la intención de capturar su alma en imágenes, no sabíamos que las montañas kársticas no se dejaban retratar tan fácilmente. No importaba cuán moderna fuera la cámara, ni cuán exactos fueran los ajustes de luz. Siempre quedaba algo fuera del encuadre. Algo que se resistía a ser contenido.
Salíamos al amanecer, cuando el pueblo aún dormía y los gallos cantaban como si intentaran espantar los sueños. El cielo no terminaba de decidir si quería llover o brillar, y la humedad del aire se adhería a la piel como una segunda capa de pensamiento. Entonces subíamos colinas, bajábamos senderos, y en cada recodo del río Li encontrábamos una escena diferente: un anciano remendando su red en silencio, un buey bebiendo en la orilla, o simplemente la niebla, moviéndose lenta como un espíritu cansado, abrazando los picos como si los consolara por haber estado despiertos toda la noche.
La montaña kárstica no hablaba en palabras. Se expresaba en formas. Picos delgados como pinceladas, acantilados que caían como versos truncos, y grietas profundas que parecían llevar siglos repitiendo el mismo secreto. A veces, cuando el viento estaba quieto, todo el valle parecía transformarse en una pintura de pergamino colgada en el cielo, de esas que uno encuentra en casas antiguas, descoloridas por el humo del incienso y el paso del tiempo. La niebla actuaba como tinta, dibujando sin orden, borrando sin piedad. Lo visible era apenas la superficie de algo más profundo.
Un día, tras una caminata particularmente larga, nos detuvimos en una curva del río. Allí, la corriente se alargaba y se calmaba, reflejando el mundo como un espejo sagrado. Uno de nosotros —creo que fue Jian— levantó la cámara, apuntó y dijo:
—Este lugar no es real. Esto es un recuerdo que aún no hemos tenido.
Disparamos fotos como quien lanza preguntas al cielo. Y sin embargo, al verlas después, en el albergue, en la pantalla brillante del portátil, descubrimos que las imágenes no eran simples capturas. Eran encantamientos. Nos hipnotizaban. Mirarlas era como mirarse al fondo de un pozo y ver no el reflejo de uno mismo, sino el rostro de alguien más, de algo más… más viejo, más sereno, más sabio.
Incluso en los días de lluvia, cuando el agua caía como agujas y los colores parecían perder sus bordes, las fotografías no eran grises, sino silenciosas. Silenciosas de esa manera que uno escucha en los templos, cuando el incienso arde y la gente baja la cabeza sin hablar. Las montañas, envueltas en su velo de niebla, se dejaban mirar. Pero solo un poco. Como una mujer hermosa que, en lugar de desnudarse, cierra la puerta con una sonrisa.
Había un anciano que vivía al pie de una de esas montañas. Tenía el rostro arrugado como una hoja de loto seca y hablaba poco, pero cada vez que pasábamos por su choza, nos observaba sin parpadear. Una mañana, lo encontramos frente al río, mirando el agua, como si leyera un libro invisible.
—¿Qué ve, abuelo? —le preguntó Jian.
El anciano levantó un dedo huesudo y señaló los picos, aún cubiertos por la niebla.
—Esas montañas sueñan —dijo—. Y cuando ustedes les toman fotos, interrumpen sus sueños.
Nadie respondió. Solo se escuchaba el canto de un pájaro lejano, y el rumor suave del río. Esa noche, al revisar nuestras imágenes, algunas parecían distintas. Como si algo se hubiera movido entre el instante en que las tomamos y el momento en que las vimos. Un árbol que no estaba antes, una figura detrás de una roca, una sombra sobre el agua.
A la mañana siguiente, volvimos al mismo lugar. Pero el anciano ya no estaba. Su choza seguía ahí, vacía y cubierta de polvo, como si llevara años sin ser habitada. Jian no dijo nada. Solo bajó la cámara, y no volvió a encenderla.
Desde entonces, cada vez que alguien nos pregunta por el viaje al río Li, mostramos las fotos, claro. Y todos se maravillan. Pero ninguno ve lo que nosotros vimos. Ninguno siente cómo, al mirar fijamente, el paisaje parece devolverte la mirada.
A veces, en las noches tranquilas, cuando cierro los ojos, puedo oír el murmullo del río, el susurro de las montañas soñando. Y sé que están ahí, en su pergamino de niebla, intactas y eternas. Esperando que alguien las vea. No con los ojos. Con el alma.