Yangshuo, como un fantasma que no podía desprenderse de su origen, se sentaba al final del río Li, donde el agua parecía terminar su largo viaje entre las montañas y se deslizaba suavemente hacia la ciudad. La ciudad, pintoresca y bulliciosa, siempre rebosante de turistas, parecía, sin embargo, habitar otro tiempo, uno donde la tradición se mezclaba con el comercio, y donde las huellas del pasado se diluían rápidamente bajo el peso de las cámaras fotográficas y las bicicletas alquiladas.
Qin Tao, un hombre de edad avanzada que había vivido en Yangshuo toda su vida, observaba a los viajeros que recorrían la West Street con una mezcla de desdén y melancolía. La calle, vibrante de colores y sonidos, siempre estaba llena de extranjeros que buscaban algo que no sabían qué era, algo que el río Li, con su agua tranquila y sus montañas místicas, no podía darles. Se sentían atraídos por la belleza superficial del lugar, sin entender que todo en Yangshuo era un reflejo de algo mucho más profundo, algo que ya había desaparecido, arrastrado por la corriente del tiempo.
A lo largo de su vida, Qin Tao había visto muchos cambios en la ciudad. En su juventud, Yangshuo era un pueblo pequeño y tranquilo, donde las familias de agricultores cultivaban arroz y té, y las montañas no eran solo un paisaje, sino un refugio sagrado. Ahora, la ciudad había crecido, pero no de la manera en que él habría querido. Las bicicletas y las mochilas de los turistas reemplazaban los arados y las redes de pesca, y el antiguo mercado de productos locales se había transformado en una fila interminable de tiendas de recuerdos, cafeterías y restaurantes internacionales. La esencia de Yangshuo parecía haberse ido, como un sueño que se desvanecía al amanecer.
A pesar de todo, Qin Tao no podía evitar caminar por el muelle, donde las balsas de bambú aún se alineaban como si esperaran a alguien que nunca llegaría. Aquellos que se subían a ellas no buscaban una conexión con el río, solo una fotografía para colgar en las paredes de sus casas lejanas. No sabían que el río Li no se dejaba atrapar, que su alma no podía ser contenida en una imagen.
Un día, mientras caminaba por la orilla del río, Qin Tao vio a un joven sentado sobre una de las rocas lisas que bordeaban el agua. El joven miraba con atención la corriente, pero no parecía interesado en las balsas ni en las montañas. Era como si él estuviera viendo algo más, algo que no podía ser percibido por los turistas que pasaban rápidamente a su lado. Qin Tao se acercó lentamente, observando al joven con curiosidad.
“¿Por qué miras el río así?” preguntó Qin Tao, su voz rasposa por los años y la costumbre de hablar poco.
El joven levantó la mirada, sorprendido de ser abordado por un anciano, pero respondió con una sonrisa tranquila. “El río nunca se detiene, ¿verdad? Siempre está fluyendo, como si estuviera tratando de escapar de algo. A veces, parece que quiere irse, ir a un lugar donde no haya más turistas, donde no haya más bicicletas ni cámaras.”
Qin Tao sonrió levemente. El joven había hablado de algo que solo los ancianos como él podían entender. “El río no huye”, dijo Qin Tao, “solo cambia. No necesita escapar. Solo sigue su curso.”
El joven asintió, pero sus ojos seguían fijándose en el agua. “¿Y tú, qué piensas de Yangshuo? ¿Qué ha cambiado para ti?”
Qin Tao observó la ciudad a lo lejos, con sus luces brillando como estrellas sobre el agua. “Yangshuo ya no es lo que era”, dijo lentamente. “Cuando era joven, el río era todo lo que importaba. Las montañas eran nuestros amigos, y el aire, limpio y fresco, traía paz. Pero ahora, todo esto es solo una foto, una imagen que los turistas vienen a tomar y luego dejan atrás. El alma de Yangshuo, su verdadera alma, se ha ido.”
El joven guardó silencio, como si intentara entender las palabras de Qin Tao. Finalmente, preguntó: “¿Crees que el río, las montañas… todo eso, sigue aquí?”
Qin Tao miró al joven con una mirada penetrante. “El río está aquí, pero no lo verás si no sabes cómo mirarlo. Las montañas están aquí, pero ya no hablan a los turistas que pasan pedaleando por sus caminos. La ciudad sigue aquí, pero el alma de la ciudad solo queda en aquellos que saben escuchar.”
En ese momento, el joven se levantó de la roca y comenzó a caminar hacia el muelle, como si algo en las palabras de Qin Tao hubiera despertado una curiosidad que no sabía que existía. Qin Tao lo observó alejarse y luego volvió su mirada hacia el río, donde las aguas fluían con calma, llevando consigo recuerdos que nunca serían olvidados, pero que solo los que estaban dispuestos a escuchar podían escuchar.
El río Li seguía su curso, tranquilo pero eterno, como el tiempo mismo. En Yangshuo, los turistas seguían llegando, paseando por la West Street, subiendo a las balsas, tomando fotos, sin saber que el verdadero paisaje, el alma del lugar, no se encontraba en las imágenes que capturaban, sino en el silencio del río y en el eco de las montañas.
Y Qin Tao, como un viejo guardián de secretos, continuó su camino a lo largo del agua, sabiendo que su ciudad, aunque transformada, aún contenía algo más allá de lo visible. Algo que solo aquellos que se detenían a escuchar, como el joven, podían comenzar a entender.