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El susurro de la piedra

 

En el corazón de Guilin, donde el musgo crece como si quisiera abrazar el tiempo y la neblina se mueve despacio, como una anciana recogiendo recuerdos, se alza una pagoda olvidada, encajada entre los pliegues de una colina kárstica. No tiene nombre oficial. Los ancianos del pueblo simplemente la llaman la Pagoda que escucha.

Cuentan que dentro de sus muros de ladrillo ennegrecido por siglos de incienso y lluvia, habita el silencio más profundo del sur de China. No un silencio vacío, sino uno que habla. Porque todo en esa pagoda susurra: las piedras talladas, los frescos apagados, las estatuas de Buda con los ojos entornados como si soñaran en voz baja.

Yo entré por primera vez siendo niño. Mi abuela me había llevado de la mano, su palma tibia, callosa, y firme. Me dijo que no hablara adentro. Que allí uno debía escuchar. “Hay voces más antiguas que los emperadores”, me susurró.

Dentro, el aire era denso, espeso como té negro sin azúcar. En las paredes, el tiempo había dejado su firma en forma de grietas delicadas. Los frescos, aunque desteñidos, aún mostraban escenas de antiguas leyendas budistas: monjes caminando sobre aguas, tigres dormidos a los pies de los iluminados, y una figura central que siempre me inquietó: un Buda con una expresión casi humana, como si estuviera a punto de decir algo muy importante, pero decidiera guardarlo.

Las esculturas eran de piedra rojiza, algunas con oro descascarado en los labios o los dedos. Cada una distinta, con rostros que no eran perfectos, sino vivos: una mirada cansada, otra piadosa, otra burlona. Decían que el artesano que las había hecho se volvió loco después de terminar la última. Que en cada escultura había enterrado una emoción, y que por eso la pagoda vibraba con algo que no se podía nombrar.

Los años pasaron. Regresé muchas veces. Una vez con una amante que quería ver “el arte antiguo”, pero salió llorando sin razón. Otra vez con un funcionario que buscaba “potencial turístico”, pero se desorientó al tercer fresco y se marchó murmurando sobre cosas que “no encajaban con la lógica”.

Una vez me quedé solo, justo cuando el sol caía. La luz entraba oblicua por las celosías de madera como si el mundo entero se filtrara en líneas. Y en ese momento, lo escuché: un murmullo bajo, continuo, como un rezo masticado por siglos.

Me acerqué a una escultura donde Buda extendía una mano hacia el vacío. No parecía querer recibir una ofrenda, sino tocar algo que no estaba. Y entonces comprendí: esa pagoda no era un templo. Era un oído. Un recipiente de plegarias, de secretos, de historias que nadie se atrevió a contar en voz alta.

Me arrodillé. No recé. Solo escuché.

Desde entonces, llevo en el pecho un silencio nuevo. Uno que no pesa, pero tampoco se olvida.

Y cada vez que regreso, sé que la pagoda también me escucha.

Como si yo también, sin saberlo, ya formara parte de sus muros.

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