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La puerta roja

En el extremo más silencioso de una aldea cerca de Xingping, donde las montañas kársticas parecían dormir con un ojo abierto y las nubes se deslizaban como susurros de antiguos poetas, había una casa. No destacaba por su tamaño ni por su arquitectura, pues como todas las casas antiguas, estaba hecha de ladrillos grises y techos de tejas negras encorvadas por los siglos. Pero todos en el pueblo hablaban de ella por una sola cosa: su puerta.

Era una puerta de madera roja. Rojo sangre, no rojo festivo. Clavada con remaches de hierro que parecían viejos clavos de ataúd. En los costados colgaban dos pares de caracteres en papel rojo: 福 (fu, felicidad) y 禄 (lu, prosperidad), pero el sol los había desteñido, y la lluvia los había roto hasta hacerlos parecer más maldiciones que bendiciones. Un fuerte candado de latón protegía la cerradura, del tipo que no se consigue en el mercado de Xingping, ni siquiera en la ciudad de Guilin. Y sobre la puerta, una inscripción tallada con cuchillo decía simplemente: “No abrir”.

Nadie recordaba quién había vivido allí por última vez. Los ancianos del pueblo decían que la casa era anterior a la República, quizá incluso anterior a la dinastía Qing. Algunos contaban que allí vivió un médico que curaba a los enfermos con el aliento de serpientes y la sombra de las piedras. Otros decían que había sido el hogar de un soldado traidor que ocultó un tesoro bajo el suelo y se ahorcó antes de confesar su ubicación.

Lo cierto es que, cada cierto tiempo, aparecían marcas en la tierra frente a la puerta. Huellas. De un solo par de zapatos. Pequeños, como de un niño. Pero ningún niño del pueblo se atrevía a acercarse. Los mayores lo sabían: no era huella de pies vivos.

Una noche, durante el festival de Medio Otoño, cuando la luna estaba tan redonda que parecía observar el mundo como una madre severa, un forastero llegó al pueblo. Decía llamarse Señor Wen, venía de Nanning y estaba escribiendo un libro sobre casas embrujadas.

Rió cuando los aldeanos le contaron las historias. Compró arroz dulce, tomó vino de flor de osmanthus, y al caer la noche, pidió dormir frente a la puerta roja.

—La mejor inspiración nace del miedo —dijo con una sonrisa torcida.

Le dieron una manta. Él agradeció, se sentó con la espalda contra la puerta, y se quedó allí, bebiendo y escribiendo bajo la luna.

A la mañana siguiente, la puerta seguía cerrada. El candado seguía intacto. Pero el Señor Wen ya no estaba.

No había señales de lucha. Solo su manta doblada y un cuaderno empapado, donde la tinta se había corrido formando caracteres irreconocibles, salvo una página.

Allí, escrito con trazos temblorosos, se leía:

“Dentro, no hay tesoro. Solo espera.”

Desde entonces, nadie volvió a acercarse. Los caracteres rojos colgaban a pedazos. El candado seguía en su sitio, más oxidado que antes. Pero algunas noches, cuando el viento soplaba desde el río Li y los cormoranes dormían con el pico bajo el ala, se escuchaba un golpeteo suave. Como si alguien, desde adentro, tocara la puerta para salir. No con fuerza. Con paciencia.

Porque dentro, lo que sea que haya, sigue esperando.

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