Al pie de una colina en Longji, donde las terrazas de arroz se escalan como escaleras al cielo y las nubes a veces bajan a tomar sopa con los campesinos, había una casa hecha de ladrillo arcilloso. Su color era el mismo que el de la tierra tras la lluvia: ocre, tibio, como si hubiera sido moldeada con las manos de un niño. No tenía adornos ni faroles rojos. Tenía grietas, sí, pero también tenía alma.
Los techos eran bajos y las ventanas pequeñas. En verano, la brisa corría por los pasillos con la suavidad de una madre que sopla la frente de su hijo con fiebre. En invierno, el humo del fogón olía a leña de laurel y a raíces curativas que la abuela colgaba del techo para espantar malos espíritus y resfriados.
Allí vivía la familia Deng: el abuelo, con su sombrero de mimbre siempre torcido; la abuela, que hablaba poco pero cocinaba como si cada comida pudiera salvar un alma; la hija Chunhua, de cabello grueso como las sogas del pozo; y su hijo pequeño, que aún no tenía nombre porque decían que el alma de los niños sin nombre se quedaba más cerca de casa, al menos hasta que crecieran lo suficiente para no dejarse llevar por el río.
Eran gente humilde. El abuelo Deng nunca fue a la escuela, pero podía leer el cielo mejor que cualquier meteorólogo. Cuando decía “mañana va a llover”, las terrazas ya se curvaban en agradecimiento. Chunhua tejía ropa con hilos que heredó de su madre, y cuando alguien del pueblo enfermaba, cocía sopas de jengibre y caminaba una hora montaña arriba solo para dejarlas en la puerta sin decir palabra.
Un día, llegó al pueblo un joven del sur, estudiante de universidad, con gafas gruesas y zapatos que nunca habían pisado barro. Venía con una cámara colgando del cuello y la intención de “documentar la vida rural auténtica de China”. Nadie le prestó mucha atención, salvo el niño sin nombre, que se escondía detrás de los gallos para observarlo con ojos enormes.
El joven, cansado de la indiferencia del pueblo, subió hasta la casa de barro, atraído por el humo y el aroma a ajo y cebollino. Llamó, y fue recibido con una sonrisa sin dientes y un cuenco de té de arroz tostado.
—Quiero quedarme aquí —dijo, sacando billetes del bolsillo.
La abuela le empujó la mano con dulzura.
—Aquí no se paga por entrar. Pero se barre el patio y se lava el cuenco después de comer.
Y así, el joven se quedó una semana. Dormía sobre esteras de bambú, se bañaba en el río y aprendió a plantar arroz con los pies desnudos. Lloró una noche, en silencio, porque entendió que nunca antes había sentido tanto alivio.
Antes de irse, le pidió al abuelo tomar una foto familiar.
—¿Y para qué quieres congelar lo que vive? —dijo el viejo—. Mejor cuéntale a tu gente cómo huele una casa de barro. Cómo crujen sus paredes cuando hace frío. Cómo la humildad puede ser más fuerte que el concreto.
El joven se marchó sin foto, pero con el alma distinta. Y el niño sin nombre, cuando lo vio alejarse, dijo su primera palabra:
—Hermano.
Desde entonces, cada vez que alguien nuevo pasa por Longji y pregunta por la casa más sencilla, los niños del pueblo dicen:
—Baje hasta donde la tierra se vuelve hogar. Allí vive el barro que respira. Allí vive la bondad.