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Los dientes de la montaña

Cuando era niño, mi abuela me decía que las terrazas de arroz no eran obra de humanos, sino los dientes de una montaña que un día decidió sonreír. “Los dioses se asomaron desde el cielo”, decía, “y vieron esa sonrisa torcida y brillante, y pensaron: aquí puede crecer el arroz”. En ese entonces, me reía. Ahora, cuando contemplo Longsheng desde lo alto, con sus escalones de tierra llenos de agua y reflejos, entiendo que tal vez mi abuela no estaba tan equivocada.

El año que mi padre murió, regresé al pueblo por primera vez en quince años. No había dejado gran cosa atrás, salvo una casa de bloques con techo de teja y una madre que no sabía escribir pero que siempre supo leer los rostros. Vine porque quería enterrar sus cenizas en el lugar que él siempre había amado: la terraza más alta, donde había aprendido a caminar descalzo sobre barro recién regado.

Cuando llegué, el aire olía a moho y a humo de madera. El sendero era el mismo, aunque las piedras se sentían más puntiagudas, como si la montaña se hubiera vuelto menos amable con los pies extraños. En el camino, me crucé con una cuadrilla de agricultores, ancianos en su mayoría, que aún usaban azadas de mango largo y sombreros de paja tan viejos como sus espaldas. Uno me reconoció.
—Eres el hijo del hombre que sabía escuchar al agua —dijo.

Le pregunté qué quería decir con eso.

—Tu padre sabía cuándo la lluvia venía, cuándo el río estaba cansado, cuándo la tierra pedía descanso —me explicó—. Escuchaba mejor que muchos de nosotros.

Pasé la noche en la vieja casa. Dormí poco. Afuera, los sapos y los grillos hacían un concierto que solo interrumpía el rumor de los canales de riego. Era un sonido suave, pero constante, como el murmullo de una lengua olvidada. Me levanté antes del alba. Subí hasta la última terraza con las cenizas de mi padre envueltas en un pañuelo rojo. Al llegar, vi algo que no esperaba: la terraza estaba inundada, no por exceso de lluvia, sino por una pequeña obstrucción en uno de los canales.

Me arrodillé, empujé con las manos, liberé el paso, y vi cómo el agua corría como un suspiro hacia abajo, despertando cada escalón como si fueran párpados. En ese momento, sentí algo raro. Un temblor en el suelo, una vibración en el pecho. Las terrazas parecían responder. No con palabras, sino con una especie de alivio.

Y ahí, mientras la luz del sol comenzaba a dorar el agua quieta, esparcí las cenizas de mi padre.

No hubo viento. No hubo ceremonia. Solo el sonido del agua fluyendo y los reflejos temblorosos de las montañas en la superficie. Los campos, vacíos de humanos, parecían completos con su presencia vegetal, mineral, ancestral.

Antes de bajar, noté algo. Una figura en la terraza de más abajo. Una mujer, vestida con ropas negras y el cabello recogido en un moño alto. Me miraba sin moverse. Me saludó con un gesto leve, casi invisible. Luego se volvió y desapareció por el sendero, como si se disolviera en los arrozales.

Le conté a mi madre. Ella dijo que probablemente era la guardiana del agua, una vieja historia del pueblo. Según la leyenda, hay una mujer que cuida los canales, que escucha los susurros del barro y se aparece solo a quienes hacen un trabajo sin que se lo pidan.

Desde entonces, cada vez que recuerdo aquel día, no pienso en la muerte de mi padre. Pienso en la sonrisa de la montaña, en las terrazas que brillaban como dientes lavados por el sol. Y pienso que, tal vez, esas plataformas no solo sostienen arroz y agua, sino también recuerdos, secretos y espíritus que caminan muy despacio, para no despertar a los vivos.

Y ahora yo también escucho el agua. No siempre entiendo lo que dice. Pero sé que habla.

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