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El cruce de los gigantes

 

En Yangshuo, donde el río Li dibuja con dedos de jade las curvas del mundo, hay una intersección que no aparece en los mapas. No es un cruce de caminos, sino de tiempos. No de carros, sino de respiraciones. Los locales la llaman el cruce de los gigantes, porque allí, justo donde el río acaricia dos orillas cubiertas de musgo, se enfrentan dos cordilleras de montañas kársticas que parecen haberse detenido en medio de una conversación milenaria.

Esas montañas no se alzan: se agazapan. No amenazan: escuchan. Tienen formas que hacen dudar al ojo humano —una parece un elefante, otra un gallo que canta al amanecer, otra más como la espalda encorvada de un sabio dormido—. Nadie las ha contado todas. Algunos dicen que son setenta y dos, otros que son infinitas, como las versiones de una misma historia.

Entre esas montañas y las aguas mansas del río, en esa intersección donde la neblina se enreda con los suspiros, existe un silencio que no es silencio, sino espera.

Yo llegué a ese cruce al amanecer, cuando el cielo aún tenía el color del té claro. No había turistas, ni lanchas, ni risas forzadas. Solo el sonido del río respirando, como si recordara algo. Me detuve. No por cansancio, sino porque las piernas entendieron antes que la mente: ahí no se puede caminar como si nada.

Desde el otro lado del río, un anciano pescador apareció entre la niebla, de pie sobre una balsa de bambú, con un cormorán dormido en su pértiga. Me miró sin apuro. Sus ojos eran oscuros como pozos viejos, pero tenían luz. Levantó la mano en saludo y dijo algo que no entendí, pero que sentí. Era una bienvenida sin palabras. O quizás una advertencia.

En esa intersección, todo parece detenerse. El tiempo, los recuerdos, las intenciones. Hay quienes aseguran que si uno cierra los ojos justo ahí, puede oír los pensamientos de las montañas. Otros, que si se queda el tiempo suficiente, puede ver al río Li caminar como un hombre anciano entre sus hijos de piedra, acariciando cada raíz, cada grieta, cada sombra.

Esa mañana no tomé fotos. No escribí nada. No recogí ninguna piedra.

Pero desde entonces, cuando sueño, las montañas kársticas me visitan. A veces una a la vez, a veces todas juntas, sentadas alrededor de mi cama, contándome secretos con la voz húmeda del río.

Y siempre, al despertar, siento que algo en mí se ha hecho más antiguo.

Como si, sin darme cuenta, hubiera cruzado yo también al otro lado.

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