Decían que no tenía nombre. O que lo había olvidado. Otros aseguraban que él mismo se lo había arrancado una noche de luna nueva y lo había arrojado al río, para que las aguas del Li lo llevaran hasta el mar y lo volvieran historia.
Todos lo conocían como el hombre rojo.
Cada madrugada aparecía, puntual como un gallo de piedra, flotando sobre su balsa de bambú entre las sombras aún dormidas del río Li. El agua, todavía tibia del sueño nocturno, no se atrevía a hacer olas cuando lo veía venir. Era alto, huesudo, con la espalda arqueada como los picos kársticos, y vestía siempre una túnica roja tan brillante que parecía una herida abierta en medio de la bruma.
—¿Por qué rojo? —le preguntó un niño una vez desde la orilla.
—Porque soy el amanecer —respondió el pescador, sin girarse.
En su balsa viajaban siempre dos cormoranes negros, grandes como perros pequeños, con los ojos afilados como anzuelos. No llevaban nombre tampoco, pero la gente les temía. Se decía que uno de ellos era mudo y el otro hablaba en sueños. Que pescaban no solo peces, sino recuerdos perdidos. Que si un cormorán te miraba fijo, podías olvidar lo que ibas a decir por el resto de tu vida.
Y luego estaba la lámpara.
Colgada al frente de la balsa, vieja como un templo abandonado, columpiándose con cada respiración del agua. No alumbraba mucho, pero su luz era distinta: no era luz para ver, sino para invocar. Cuando esa lámpara parpadeaba, decían los ancianos, el río mostraba lo que quería mostrar. A veces peces de escamas doradas como monedas antiguas. A veces fantasmas de pescadores muertos en otra época. A veces nada. Y ese nada era lo más aterrador de todo.
Una madrugada de octubre, yo lo vi.
No desde lejos, como otros. Lo vi de cerca. Estaba en una curva del río, solo, esperando la luz del sol con mi cámara en mano y el estómago lleno de ansiedad. Lo escuché antes de verlo: un suave crujido de bambú, un batir lento de alas. Cuando emergió de la niebla, pensé que era un espíritu. O un recuerdo. Pero era él.
El hombre rojo.
Se detuvo a unos metros. Su lámpara brillaba con esa luz que no era de este mundo. Me miró, y los cormoranes también. Uno con indiferencia. El otro, con curiosidad.
—¿Vienes por peces o por respuestas? —me preguntó.
Yo, torpe, respondí:
—Por fotos.
Él asintió. Sonrió. Y dijo:
—Entonces no atrapes nada. Solo mira.
Y siguió su camino, deslizándose sobre el río como si el agua lo llevara por voluntad propia.
Desde ese día, nunca volví a fotografiar pescadores. Ni amaneceres. Ni cormoranes. No porque no quisiera, sino porque la luz ya no salía igual. Como si ese instante lo hubiera contenido todo.
A veces, cuando la neblina es espesa y el río calla, la gente aún ve la mancha roja moverse despacio entre los pliegues del agua.
Y juran que la lámpara sigue encendida.