Al abuelo no le gustaban las cámaras, ni los turistas, ni los pescadores de ocasión que se tomaban fotos con cormoranes que no sabían pescar.
—La pesca es conversación con el río —decía—. Y al río no le gustan los gritos de los hombres ni las risas en idiomas extraños.
Vivíamos a la orilla del río Li, en una casita de madera que crujía cuando cambiaba el viento. Cada mañana antes del amanecer, cuando las montañas kársticas aún eran sólo sombras gigantes y el cielo tenía el color del barro frío, él salía con su balsa de bambú. No decía adónde iba. Solo tomaba su lámpara, sus dos cormoranes, y desaparecía río abajo.
Yo lo miraba desde el corredor, entrecerrando los ojos para que el sueño no me venciera. Lo veía flotar como si no pesara nada, con los pájaros sobre la borda, esperando. Nunca usaba caña. Solo sus aves. Y las aves, obedientes como monjes, se lanzaban al agua cuando él chasqueaba la lengua. Nadaban profundo, como si conocieran cada piedra del fondo, y regresaban con peces vivos atrapados entre sus picos.
Una vez le pregunté por qué pescaba tan temprano, en la oscuridad. Y me contesto:
—Porque en la madrugada el río todavía sueña —me respondió—. Y en el sueño, los peces no saben que deben esconderse.
—¿Y en la tarde?
—En la tarde el río recuerda. Y cuando recuerda, se pone generoso.
A veces también salía al caer el sol. En esas horas mágicas, cuando el cielo se tornaba rojo y los reflejos del agua parecían llamas líquidas, el abuelo se deslizaba entre la niebla como un dios menor. Los cormoranes sabían que era la última pesca del día. Si atrapaban un buen pez, él les soltaba las anillas del cuello y los dejaba tragar. Una recompensa. Un pacto silencioso.
Recuerdo una tarde en particular, una donde la neblina no se levantó. El río estaba callado, demasiado callado. El abuelo no regresó a la hora habitual. La lámpara, que solía anunciar su llegada como una luciérnaga danzante, no apareció.
Fueron horas de espera. Mi madre encendía incienso. Mi padre no decía nada. Yo no dormí.
Al amanecer, lo vi. Su balsa flotaba sola, con los cormoranes encima, quietos, mirando hacia donde él solía estar. La lámpara aún colgaba, pero apagada.
Y entonces, del agua, surgió una figura: él, empapado pero sonriendo. Con un pez enorme entre las manos, de escamas rojas como sangre.
—Tardó en llegar —dijo—, pero el río cumplió.
Desde entonces, entendí que la pesca con cormoranes no era un trabajo. Era una fe.
Un diálogo entre aves y agua, entre hombre y neblina. Y que la madrugada y el crepúsculo no son horas del reloj, sino puertas.
Puertas que se abren solo para quienes saben esperar en silencio.