El pueblo de Xingping era un susurro del pasado, como si las piedras de sus calles, las fachadas de sus casas y el aire mismo hubieran conservado los ecos de los siglos que lo habían forjado. En cada rincón, entre las grietas de las viejas murallas de la dinastía Ming y las sombras de los templos de la dinastía Qing, parecía que aún se respiraba la nostalgia de tiempos en los que la historia de China se tejía con hilos de jade y barro.
Una tarde calurosa de verano, cuando el sol ardía en el cielo sin compasión, el viejo Wen, que había vivido toda su vida en el pueblo y cuyo cabello blanco se confundía con las nieblas del río Li, observaba cómo el agua del Yangshuo, impasible, se deslizaba ante sus ojos. Nadie sabía de dónde provenía realmente esa agua; los viejos del pueblo decían que el río había sido arrojado por los dioses, una cascada de recuerdos y pesares arrastrada desde las montañas distantes. El agua no solo fluía por el cauce, sino que también parecía fluir a través de la memoria colectiva del pueblo, depositando a su paso imágenes del pasado, como si el Yangshuo no fuera solo un río, sino un espejo en el que se reflejaba todo lo olvidado.
El viejo Wen se sentó junto al muelle de madera, en el mismo sitio donde, generaciones atrás, su padre había arrojado agua para que el río la absorbiera, como un sacrificio que mantenía a la ciudad viva. Esa costumbre de arrojar agua al Yangshuo había perdurado a lo largo de los siglos, una tradición ritual que pocos recordaban por qué se había iniciado, pero que todos seguían. Algunos decían que el agua era el alma de la ciudad, y que al devolverla al río, el pueblo mantenía un lazo invisible con los antepasados, los dioses y el mismo río que alimentaba y arrastraba.
Las casas de la época Ming, con sus techos de azulejos grises, se alineaban a lo largo de la ribera, casi desvanecidas en la niebla que comenzaba a surgir de las aguas al anochecer. Los templos, como viejos guardianes, mantenían su vigilia, y el escenario de ópera, el más antiguo de Guilin, parecía haber sido construido para resguardar no solo las voces de los artistas, sino también los murmullos del viento que corrían por los pasillos del tiempo.
Esa tarde, Wen decidió que arrojaría su propio cuenco de agua al río, como su padre lo había hecho antes que él. Tomó el cuenco de barro, desgastado por los años, y lo llenó con agua de la fuente del pueblo. En sus manos, el cuenco parecía más pesado de lo que realmente era, como si el río mismo estuviera aguardando, paciente, la ofrenda que se le debía.
Los habitantes de Xingping, aunque muchos no comprendían por completo la razón detrás de esta costumbre, sabían que el acto de arrojar agua era sagrado. Era como una promesa, una ofrenda de gratitud y respeto, algo que mantenía el equilibrio entre el río, la ciudad y aquellos que la habitaban. Los más jóvenes no entendían por qué, pero seguían la tradición sin cuestionarla, como si el acto de arrojar agua fuera lo que les otorgaba su lugar en el mundo.
El viejo Wen, con su rostro arrugado por los años y sus ojos cargados de historias no contadas, se acercó a la orilla del río. Mientras el agua caía suavemente en el Yangshuo, como un suspiro que se disolvía en la corriente, algo extraño ocurrió. El agua que arrojó no desapareció de inmediato como siempre sucedía. En lugar de eso, se quedó flotando por unos momentos, suspendida en el aire, brillando con una luz dorada que nadie más pudo ver, excepto Wen.
De repente, la escena frente a él comenzó a transformarse. Los edificios de la ciudad, las casas antiguas, los templos y el escenario de ópera comenzaron a desvanecerse, y en su lugar, se alzaban figuras que pertenecían a un tiempo mucho más antiguo. Wen vio a los primeros habitantes de Xingping, vestidos con túnicas de lino, caminando por las calles que él había conocido, pero ahora eran distintas, llenas de una vitalidad que solo existía en los sueños. Los templos estaban llenos de fieles que rezaban, y en el escenario de ópera, las voces de los actores resonaban con una fuerza que parecía provenir de la misma tierra.
“¿Qué ves, viejo Wen?” preguntó una voz que surgió del agua, una voz profunda y grave que no pertenecía a nadie conocido.
Wen, sin apartar la mirada del río, respondió en voz baja: “Veo el alma de Xingping. El alma que se fue con el agua, pero que vuelve cada vez que arrojamos un cuenco al río.”
La voz no respondió, pero el agua en el río comenzó a agitarse, como si una fuerza invisible hubiera tocado la corriente. Las sombras de los edificios y los rostros de los antiguos habitantes se disolvieron lentamente, y todo volvió a la quietud.
El viejo Wen se levantó lentamente y regresó al pueblo, dejando atrás el río que seguía fluyendo, impasible, como siempre lo había hecho. La tradición de arrojar agua al Yangshuo continuaría, como un pacto eterno entre los vivos y los muertos, entre el pasado y el presente. Nadie, salvo Wen, recordaría lo que había visto, pero todos seguirían arrojando sus cuencos al río, sabiendo que en algún lugar, más allá de la niebla, la historia de Xingping seguía viva, fluyendo con el agua, como siempre.
Y así, el pueblo de Xingping siguió, atrapado entre los ecos del pasado y la corriente del río Yangshuo, que nunca dejaba de moverse, llevando con él las historias de aquellos que habían sido olvidados, pero que, de alguna manera, siempre regresaban.