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El pescado que gritaba

Hoy en día, Daxu es conocida por sus tradicionales casas de madera con techos de tejas negras y sus antiguas calles de losas, tan pulidas por el paso del tiempo que algunos ancianos aseguran que, si uno se agacha lo suficiente, puede ver en ellas el reflejo del alma de sus antepasados.

Pero lo que no se cuenta en los folletos turísticos, ni en las postales que venden las niñas de ojos rasgados en el puente de piedra, es que durante siete días del otoño del año del Gallo de Agua, todos los peces del río Yulong gritaron. Gritaron como bebés hambrientos, como soldados moribundos, como madres pariendo a la intemperie.

La primera en escucharlos fue la señora Hu, viuda de un carnicero y experta en preparar estofado de carpa. A las cuatro de la mañana, justo cuando afilaba su cuchillo sobre la piedra de moler, un chillido agudo se coló por la ventana abierta. Pensó que era un gato en celo, pero cuando se asomó al patio trasero, vio al pez que había dejado en una tina de agua. Sus branquias se abrían y cerraban frenéticamente, y de su boca brotaba un grito que sonaba como el de su difunto marido cuando se quemó el trasero con sopa hirviendo.

A la mañana siguiente, el pescador Lao Ping salió en su barca como todos los días. Llevaba tres generaciones lanzando redes en el Yulong, y juraba que el río le hablaba. Ese día, le habló con una voz colectiva, aguda, insoportable. Los peces saltaban del agua como poseídos, chillando nombres, insultos y letanías. Uno de ellos, una tilapia gorda con manchas de sangre, le gritó al pescador: “¡Devuélveme a mi madre, asesino de vientres!”.

El alcalde, el camarada Huang, convocó una reunión de emergencia en la sala del Consejo del Pueblo. Algunos propusieron exorcismos. Otros culparon a los nuevos fertilizantes traídos por la empresa del hijo del secretario provincial. Un poeta ciego, conocido por recitar versos a cambio de cigarrillos, dijo que eran las almas de los bebés ahogados durante los años del control de natalidad, reencarnadas en escamas y agallas.

Durante siete días, Daxu no comió pescado. Las ancianas se tapaban los oídos con bolas de arroz, y los niños no se atrevían a acercarse al agua. Los turistas dejaron de venir. Las teterías cerraron. Un gato se arrojó al río y no volvió a salir.

Al octavo día, los gritos cesaron. Los peces callaron. Volvieron a morder anzuelos y a morir en silencio. La señora Hu cocinó su estofado. El camarada Huang respiró aliviado y mandó construir un monumento en honor al “espíritu del Yulong”. Era una carpa de bronce de cinco metros, con la boca abierta, como gritando.

A veces, en las madrugadas húmedas, cuando el vapor del río sube y cubre las casas de tejas negras como un sudario, alguien jura oír un leve murmullo en el agua. Pero nadie dice nada. Porque en Daxu, el silencio también es una tradición.

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