A quienes llegan a Daxu por el río Li, se les advierte que no se queden más de tres noches. No porque el lugar sea peligroso, sino porque al cuarto amanecer, empiezan a olvidar por qué vinieron.
Los locales no lo dicen con palabras. Lo insinúan, como quien deja arroz junto a la puerta por la noche o coloca monedas antiguas bajo la almohada del forastero. En Daxu no hay policía. Tampoco hay tiempo. Los relojes del pueblo están detenidos a las 5:17, la hora exacta en que cayó la última hoja del gran gingko del templo Guandi, hace ya más de cien años. Desde entonces, dicen que el tiempo se dobla en las esquinas, y que si uno no se cuida, puede encontrarse conversando con su propio abuelo cuando aún era niño.
Las puertas de madera de Daxu crujen como ancianos que murmuran secretos. Algunos dicen que si uno apoya la oreja en ellas al anochecer, puede oír los pasos de las concubinas que escaparon durante la rebelión Taiping, o los suspiros de los comerciantes de seda que nunca volvieron de sus viajes al sur.
En una de esas casas —una con faroles descoloridos y un pez rojo dibujado en la viga— vivía la señora Mei, la última guardiana del tiempo. Nadie sabía cuántos años tenía. Sus ojos eran como espejos empañados: uno mostraba el pasado, el otro lo que no debía saberse. Cada mañana recogía los suspiros que flotaban sobre las losas del callejón, los secaba con pétalos de loto y los guardaba en frascos que etiquetaba con pinceladas suaves: “Lágrimas de 1862”, “Risa contenida de 1937”, “Promesa rota de 1976”.
La conocí en mi segunda noche, cuando me perdí siguiendo el sonido de un laúd que nadie más escuchaba. Me ofreció té, pero al primer sorbo sentí el sabor del arroz que comía con mi madre en mi infancia. Le pregunté si era bruja. Ella sonrió con los labios cerrados.
—Daxu no susurra —dijo—. Daxu recuerda. Y quien escucha, corre el riesgo de no querer volver.
Me fui al tercer amanecer, como me aconsejaron. Pero desde entonces, en sueños, camino por esas calles que ya no están en los mapas. Y a veces, al despertar, encuentro polvo de incienso en mi almohada y monedas de cobre donde antes guardaba mis llaves.