Llegamos a Guilin al atardecer, cuando la luz dorada acariciaba suavemente las montañas que hacen de esta ciudad un rincón único en el mundo. Aquí, la tierra no se conforma con ser suelo firme: se eleva en esculturas naturales, en colinas de piedra caliza que parecen emerger de un sueño antiguo. Guilin—cuyo nombre significa “bosque de los olivos dulces”—nos recibe con la fragancia sutil de estos árboles, sembrados como susurros verdes entre calles limpias y bien ordenadas.
Es una ciudad que parece diseñada por la paciencia del tiempo. Paseamos por la Cueva de la Flauta de Caña, donde la piedra adopta formas que parecen cobrar vida: un dragón, un ciervo, una escena congelada de alguna leyenda que solo se revela a la luz tenue. Cada formación es un secreto tallado en la oscuridad, un poema mineral en espera de ser leído por ojos curiosos.
Junto al río Li, la Colina de la Trompa de Elefante se alza como un emblema, orgullosa y serena. La naturaleza aquí no necesita artificios: ella misma se basta para crear símbolos, para contar historias con formas y reflejos.
Caminamos sin prisa, dejándonos llevar por la noche que caía con suavidad. Entre faroles encendidos y callejones serpenteantes, por un momento nos perdimos… pero con mi buen sentido de la orientación, pronto retomamos el rumbo hacia el hotel, como quien regresa a casa después de una travesía encantada.
Guilin no es solo un lugar: es una imagen viva, una belleza que se posa en la memoria como una pintura que respira. Una ciudad ordenada, icónica, y profundamente escénica—un rincón donde la historia, la geografía y la poesía se dan la mano sin esfuerzo.