En los márgenes donde el bosque se asoma tímido al mar, donde las raíces del manglar parecen manos que no quieren soltar la tierra, habita un pájaro que no busca protagonismo, pero que lo obtiene sin quererlo: el Trogón cabecinegro.
Aparece sin anuncio, como una revelación entre las sombras.
Su plumaje es un susurro de jade y sombra.
Su cabeza negra guarda secretos que no nos dirá.
Y sus ojos, brillantes como la duda, observan el mundo sin apuro, como si ya lo hubiera entendido todo.
A su alrededor, el paisaje es una sinfonía de sonidos que no se repiten.
Las olas, viejas y obstinadas, vienen y van como oraciones sin fe.
Los pelícanos rasgan el cielo con sus alas de cuero, cayendo en picada con la gracia torpe de quien sabe lo que busca.
Las garzas, blancas, grises y moteadas, se dispersan por el estero como pensamientos flotantes: elegantes, solitarias, lejanas.
Y en lo alto del manglar, los pericos celebran la vida a gritos, como si el mundo acabara mañana y quisieran asegurarse de haberlo dicho todo.
Pero el trogón… el trogón calla.
Él no compite con los colores estridentes ni con las coreografías del aire.
Solo se posa, en una rama que la luz apenas roza, y desde allí, contempla la ceremonia del día sin necesidad de interrumpirla.
De vez en cuando suelta una nota baja, profunda, que resuena como un tambor lejano en el pecho de la selva.
Es su firma. Su forma de decir “yo también estoy aquí”.
Nadie lo ve llegar. Nadie lo ve partir.
Y sin embargo, cuando él está, todo parece adquirir un orden secreto,
como si el trogón fuera el punto final que le da sentido al poema llamado paisaje.