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El que ve y dice: el benteveo

 

Hay aves que cantan para sí mismas, otras para conquistar o advertir. Pero el benteveo, ese pájaro de pecho solar y cejas blancas como caminos de luz, canta para anunciar lo invisible.

En algunas casas de campo, donde el mediodía parte el día como un cuchillo caliente, aún se cree que su grito agudo, casi risa, no es casualidad.
—Va a llegar alguien, dicen las abuelas al oírlo cerca de la ventana.
Un visitante inesperado, un amigo de antaño, un pariente olvidado.
En otras regiones, más íntimas y misteriosas, su canto es más que anuncio:
—Un niño va a nacer, murmuran las voces suaves, como si el benteveo supiera lo que ni los cuerpos saben aún.

Lo cierto es que nadie pasa desapercibido ante ese grito que parte el silencio como trueno breve.
Ni el viento, ni las hojas, ni el tiempo.
Porque el benteveo no solo dice —él ve.
Lo lleva en el nombre.
Benteveo: “bien te veo”, como si en cada llamada señalara lo que viene, lo que ya está por llegar, lo que se aproxima sin rostro todavía.

De cuerpo menudo pero firme, con la cabeza grande como si allí guardara mapas del mundo, con alas largas que rozan el sol y patas cortas que apenas tocan la tierra, el benteveo es un mensajero sin carta.
Su pico, afilado y curvo, parece estar hecho para arrancar secretos del aire.
Y en su lomo, de tonos pardos y verdosos, se disfraza del follaje que lo protege, mientras que en el pecho lleva el día encendido: un amarillo brillante como advertencia o milagro.

Pocos saben que guarda una corona del mismo color, pero escondida, como si solo la mostrara en momentos sagrados.
Tal vez por eso, cuando canta, algo se abre en el mundo.
Un umbral. Un aviso. Una grieta por donde lo inesperado se asoma.

Y uno no puede evitar detenerse, mirar al cielo, al árbol, al techo donde se posa.
Y preguntarse:
—¿Quién viene? ¿Qué nacerá hoy?

Porque cuando el benteveo canta, algo está a punto de comenzar.

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