En los bordes calcinados de las playas guanacastecas, donde el bosque seco se disfraza de desierto y los árboles crujen como si guardaran secretos viejos, vive —o mejor dicho, vigila— un pájaro de fuego y paciencia: el Martín Pescador.
Su silueta es una chispa detenida en el tiempo, un soplo azul y naranja que corta el aire con precisión de poema breve. Desde las ramas descarnadas, donde la savia parece haberse ido a dormir, el Martín Pescador espera como quien conoce el lenguaje del agua, incluso cuando esta es apenas un hilo esquivo entre las piedras.
A su alrededor, el sol se pelea con las hojas, como un amante terco que quiere entrar por cada rendija y secar hasta la última gota. Pero aunque parezca que todo muere, el bosque solo está ensayando la espera, conteniendo la respiración hasta que llegue la primera lluvia como un perdón. Los troncos, cuarteados y desnudos, son altares provisionales para la vida que no se rinde.
Y allí, en ese paisaje de polvo, calor y quietud, el Martín Pescador es un milagro menor:
un centinela con alas que lanza su cuerpo al agua como una pregunta directa,
como un relámpago que no hace ruido pero sí sentido.
En su vuelo hay algo de urgencia y algo de arte. En su mirada, una geografía íntima del río, del estero, del charco olvidado. Y en su existir, una lección de equilibrio entre el hambre y la belleza.
Porque incluso en el escenario más reseco, donde la vida parece escasa,
alguien observa, alguien sobrevive, alguien canta. Y esa ave diminuta, de nombre real y de movimientos míticos, es testigo de que la sequía no borra la vida, solo la pone en pausa.