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El nido del galán sin ventura

“El ave existe porque alguien la ha soñado. Pero
también el sueño existe porque el ave no se deja poseer.”
Fragmento apócrifo del Zohar Ornithológico

(Biblioteca Invisible de Bahía Honda)

 

No sabría decir con certeza si fue una tarde o un amanecer cuando las chicas Aracelly, Arellys, Argery y los caballeros Araúz y Araya —cinco fotógrafos que parecían variaciones de un mismo arquetipo— se internaron en las llanuras de Filadelfia, en Guanacaste. Iban en busca de una criatura que, según rumores orales y notas de campo inconexas, se alzaba en el silencio como un relicario viviente del tiempo: el jabirú, al que los antiguos llamaron el galán sin ventura, acaso por su destino trágico o por ese aura de exilio que solo conocen los últimos de una especie.

El viaje comenzó como comienzan los actos sagrados: en la penumbra de la madrugada, asistidos por aplicaciones triviales como Waze, mapas plegables que ya no se editan y coordenadas difusas. Pero ellos, como todo aquel que hace de la imagen su religión, sabían que toda fotografía —como toda invocación— es una forma de fe.

En los pueblos cercanos, las respuestas eran ambiguas, oraculares.
—“Aquí ya no se ve, el galán” —dijo un anciano, con un gesto de resignación infinita—. “Se esconde del mundo como un dios cansado”.

Un niño, que pudo ser un guía o un espectro, les habló de un árbol que no se confunde con ningún otro: erguido como un símbolo, con ramas que parecían dedos de arcángel, solitario en medio de una planicie líquida.

Fue hasta el segundo día que lo encontraron.

El árbol estaba allí. En su cúspide, a más de quince metros del suelo, había un nido ciclópeo, tejido con ramas dispuestas como si obedecieran a una geometría secreta. En su centro, tres polluelos —o tal vez tres custodios— aguardaban algo del mundo que tal vez no llegaría. A su alrededor, el aire parecía más denso, más antiguo.

Y entonces lo vieron.
O lo soñaron.
El jabirú.

No descendió. No graznó. Su silencio era el de los oráculos cumplidos. Se alzó sobre el nido como un centinela de otra era. Su cuello, delimitado por el blanco absoluto y una garganta roja como una herida cósmica, parecía conjurar el instante del origen. Su hermosura no era la de lo evidente, sino la de lo que duele un poco, como la verdad o la premonición.

Los cinco alzaron sus cámaras —cada cual como quien ofrece un espejo a un dios—. Buscaron ángulos, ajustaron lentes. Pero el obturador, tan obediente en otras ocasiones, se negaba. Algunos dirían que falló la batería, otros que hubo un error de enfoque. Pero yo creo que fue el ave quien se negó a ser reproducida.

Y, sin embargo, hubo un instante de gracia: la madre y dos de los polluelos parecieron posar, como si entendieran el rito; el tercero se ocultó, mostrando apenas el contorno de su gigantesco pico, como si supiera que el anonimato también es una forma de eternidad.

Años después, una sola fotografía sobrevivió. Fue revelada por Aracelly desde una cámara análoga que nadie recordaba haber llevado. En la imagen, junto al ave y sus crías, aparecía algo que desafiaba la lógica: cinco figuras humanas posadas en las ramas más altas del árbol, observando el mundo desde la altura, con una serenidad que no era del todo humana. Algunos afirman que eran ellos mismos, aunque ninguno recuerda haber subido. Otros piensan que eran otros cinco: sombras anteriores o futuras.

En Guanacaste y el Caribe Norte, dicen que el jabirú solo aparece a quienes tienen algo que perder. Que su nido no es solo un hogar, sino un espejo. Que los polluelos son siempre tres, como una trinidad incompleta, a la espera de algo —o de alguien— que jamás llega.

El galán sin ventura no se deja ver. Se deja recordar.
Y en ese recuerdo —como en toda ficción que toca lo eterno— reside su verdad.

 

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