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El pájaro que no huía

Caminábamos entre los suspiros del bosque costero, donde los árboles no sólo daban sombra, sino también secretos. El mar, a unos pasos, murmuraba viejas canciones que nadie ha terminado de traducir. Y el sendero —de arena, hojas y sol tamizado— se abría ante nosotros como si supiera que algo inesperado nos aguardaba.

Fue entonces que lo vimos. Un pájaro que parecía no entender el arte de huir.
El monoto cejiceleste, llamado por algunos “pájaro bobo”, aunque de bobo no tiene nada: es sabio en su quietud, maestro en el arte de la confianza.

Allí estaba, posado en una rama baja, como si el mundo le perteneciera o como si le diera igual. Tenía una ceja azul cielo que le atravesaba la mirada como un pensamiento luminoso. Nos observaba, o tal vez no. Tal vez simplemente estaba, como está el silencio o la brisa.

El sol se colaba entre las ramas y lo iluminaba como a una joya secreta.
Parecía tallado en pluma y misterio.

Ni se asustó. Ni voló. Ni pestañeó.

Era una estatua viva, un poema sin rima, un suspiro emplumado del bosque.

Nos acercamos.

Él no se alejó.

Quizá porque entendía que a veces los humanos también saben mirar sin destruir.

Lo fotografiamos, sí, pero las imágenes no capturaron su esencia.

Ninguna cámara puede atrapar a un espíritu disfrazado de ave.

Y cuando seguimos nuestro camino, él seguía allí. Mirando hacia algo más allá de nosotros.
Hacia el mar.

Hacia el tiempo.

O hacia sí mismo.

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