Navegábamos el Tempisque como quien lee un poema de esos viejos y buenos en voz baja.
Las aguas, teñidas de sombra y sol, eran un escenario líquido donde todo parecía posible: el reflejo de un cocodrilo era una grieta en el tiempo, el vuelo de una garza era una palabra recién inventada.
Y entonces lo vimos. O mejor dicho, lo intuyó primero el alma y luego los ojos: allá arriba, en la maraña verde de un manglar que parecía inventado por un dios distraído, se alzaba un nido. No un nido cualquiera, sino una construcción majestuosa: un altar de palos y hojas, suspendido como una promesa sobre las aguas. Era el hogar de la Garza-Tigre Cuellinuda, esa criatura que lleva el misterio en las plumas y el pasado en el cuello largo y pensativo.
Dos polluelos asomaban entre las ramas como versos sin terminar. No graznaban. No se movían. Solo estaban allí, como estatuas de barro esperando su alimento.
El nido —construido sobre una rama horizontal, quizás a quince metros sobre el agua— parecía desafiar la lógica y la gravedad, sostenido más por la voluntad de la madre que por la arquitectura vegetal. Se cuenta que a veces estas aves construyen más abajo, incluso en el suelo, pero este nido era un balcón al abismo. Una casa sin paredes en el teatro de la selva.
El bote se detuvo. No por decisión del motor, sino por respeto. Nadie habló. Las cámaras dudaron. El tiempo se volvió un estanque. El río, eterno narrador de estas tierras, nos envolvía con su rumor mientras el ave, desde lo alto, nos miraba con esa sabiduría silenciosa que tienen los seres que no temen ser vistos.
Habíamos salido en busca de aves y habíamos encontrado un símbolo.