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El buchón al timón

 

 

Allí estaba la lancha, sola en medio del mar, mecida por una brisa tibia que parecía no tener apuro. No había pescador a bordo, ni redes, ni cañas, ni vida humana. Solo una silueta recortada contra el azul, una figura encorvada en la punta del bote como un centinela antiguo: un pelícano pardo, al que los lugareños llaman buchón.

No parecía perdido. No parecía esperar.
Estaba allí con la solemnidad de quien ha sido nombrado capitán por designio del viento.
Con su cuerpo robusto y sus alas aún recogidas del último vuelo, el buchón parecía meditar sobre el rumbo de las olas, como si supiera que el mar, como la vida, a veces no necesita mapa sino paciencia.

Su plumaje pardo, salpicado por la sal del día, brillaba apenas bajo el sol naciente.
Y su cabeza blanca y cuello níveo, como de anciano que ha sobrevivido muchas tormentas, lo hacía parecer más sabio que ave.

El bote se dejaba llevar, apenas un leve crujido de madera respondía al vaivén de las olas.
Y el buchón, desde su puesto elevado, miraba todo con ojos de pez y de dios.
Nadie sabe cómo llegó allí.
Tal vez el pescador lo dejó al mando mientras iba en busca de un café.
O tal vez fue el mar quien decidió que ese pelícano sería su conductor por un día.
Cría en lo alto de ceibas y balsas, como si necesitara un altar para comenzar su linaje.
Y en la estación seca, cuando otros se marchan o callan, él construye y sueña.

Verlo así, sobre una pequeña lancha que flotaba sin propósito aparente, fue como ver una escena extraída de otro tiempo, o de un libro que nadie escribió pero todos entienden.
Porque a veces, el mundo nos muestra pequeñas fábulas sin palabras, y solo debemos mirar sin interrumpir.

El mar siguió.
La lancha siguió.
Y el buchón, inmóvil, gobernó su embarcación como si supiera que el arte de navegar es, a veces, el arte de esperar en el lugar correcto.

 

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