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Caballero de lo inesperado

 

No todos los halcones vuelan con la prisa del rayo ni viven en la altivez del cielo. Algunos, como el caracara crestado, prefieren las fronteras entre lo sublime y lo terrestre, entre la nobleza del vuelo y la astucia del caminante.

A primera vista, uno no sabría si es un guerrero o un sabio, un juez o un bandido.
Con su cara rojiza como la tierra al atardecer, su pico blanquecino que parece tallado en hueso antiguo, y ese andar entre altivo y curioso, el caracara no se parece a nadie.
Su cuello blanco grisáceo, como de chal en desuso, le da un aire casi eclesiástico, pero su plumaje, mezcla de pardos y grises, lo ancla a la maleza, a la hojarasca, al polvo.

Se mueve con calma, como quien ya ha visto todo y aun así quiere seguir mirando.
A diferencia de sus parientes veloces, el caracara no corre detrás del viento.
Camina, observa, espera.
Y en esa espera larga y reflexiva, encuentra lo que otros pierden: un reptil distraído, un animal caído, un olvido.

Dicen que no es muy bien visto por algunas aves, que lo consideran oportunista.
Pero ¿quién no lo es en este mundo?
El caracara no se avergüenza de su método: toma lo que la vida ofrece sin adornos, sin ilusiones.
Y en eso, es más sabio que muchos.

A veces, en la vastedad del bosque seco o en las praderas costeras de Guanacaste, se le ve posado en lo alto de un árbol solitario, como un vigía antiguo que aún guarda una frontera que ya nadie defiende.
Otras veces camina entre los pastos altos, con esa elegancia casi teatral, como si su sola presencia bastara para imponer orden al paisaje.

No tiene la prisa del halcón ni la brutalidad del águila.
Tiene, más bien, la gravedad de los que saben esperar su momento.
Y cuando extiende sus alas, de hasta sesenta centímetros de largo, el cielo parece hacerse un poco más lento solo para él.

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