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Cazadores de luz

 

Los fotógrafos caminan por la playa como si supieran algo que los demás ignoran.

No saludan, no corren, no buscan sombra. Caminan recto hacia el borde del mundo, donde el sol empieza a deshacerse como una fruta madura. Llevan sus cámaras como antiguas armas ceremoniales, no para matar, sino para salvar lo que de otro modo se perdería: ese destello exacto, esa nube que se arrepiente a mitad de forma, esa ola que, por una fracción de segundo, imita una mano.

Uno pensaría que disparan al azar. Pero no. Esperan. Se detienen en posiciones inverosímiles, a veces con una pierna en el aire o torcidos hacia atrás, como si la postura fuera la clave del milagro. Y entonces —clic— capturan. O intentan. Porque hay cosas que se dejan cazar solo cuando no se las persigue.

Un niño los sigue, fascinado. No pregunta nada. Solo imita. Levanta una cámara imaginaria y apunta al horizonte. Nadie le dice que está jugando mal. Uno de los fotógrafos, el más viejo, le hace un gesto sutil: como quien reconoce a un colega en potencia, o tal vez a un heredero invisible.

No se sabe de dónde vienen. Tampoco a dónde van cuando el sol desaparece del todo. Algunos dicen que vuelven por la noche a revelar sus imágenes en cuartos rojos secretos, donde las fotografías no se imprimen sobre papel, sino sobre recuerdos. Otros aseguran que nunca repiten playa, que buscan siempre la luz siguiente, la que aún no tiene nombre.

Lo cierto es que nadie ha visto una de sus fotos. No las exhiben. No las venden. Hay quienes dicen que ni siquiera las guardan. Que lo único que quieren es mirar, atrapar algo imposible, y luego dejarlo ir.

Y sin embargo, cada vez que uno vuelve a esa playa y el sol empieza a bajar, siente que algo en el aire cambia. Como si una imagen estuviera a punto de formarse. Como si los ojos, de repente, supieran ver.

Quizá ellos no cazan la luz.
Quizá la luz los está esperando.

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