Con la cámara al cuello y los pies en sus sandalias,
el fotógrafo caminó hacia el borde del mundo.
La playa se extendía como un suspiro largo,
y el sol, en su despedida,
pintaba de fuego y oro el horizonte.
La arena, tibia aún, crujía bajo cada paso.
El mar hablaba en lenguas antiguas,
trayendo y llevando historias con cada ola.
Y él, testigo silencioso,
buscaba el instante exacto
en que la luz se volviera poesía.
El cielo estalló en rojos, naranjas, violetas.
Los reflejos bailaban sobre el agua
y el tiempo, por un momento, dejó de correr.
Click.
Un suspiro quedó atrapado en la imagen.
No era solo una foto.
Era un pedazo de eternidad.
Porque el mar, el sol y el ojo sensible
del que mira con amor,
construyen juntos
la belleza que no se olvida.