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El Algodonero

 

A un lado del camino, solitario y polvoriento, crecía el algodonero. Sus ramas delgadas se torcían hacia el cielo, y el viento arrancaba pequeñas motas blancas que se perdían en el aire. Los viajeros lo miraban de reojo, sin detenerse. Un árbol más, entre tantos.

Pero Iván sí se detenía.

Cada vez que pasaba por allí, bajaba de su motocicleta y observaba el algodón en su esplendor. Lo tomaba entre los dedos, lo frotaba con delicadeza, y pensaba en los grandes telares del mundo, en las finas camisas, en los vestidos de las damas. Un material tan noble, y aquí, a la orilla del camino, desperdiciándose.

—Podría hacerse una fortuna con esto —murmuraba.

Una tarde, al llegar al pueblo, habló con uno de los finqueros más adinerados.

—El algodón crece solo, sin que nadie lo cultive —dijo Iván—. Podría sembrarse en grandes extensiones, recogerlo y venderlo. Un negocio limpio, sin riesgos.

El señor, un hombre grueso y de bigote espeso, lo escuchó con paciencia.

—¿Y quién lo recogerá? —preguntó, sirviéndose un vodka en las rocas.

—El pueblo está lleno de hombres sin trabajo.

—¿Por qué habrían de recoger algodón cuando pueden hacer otros trabajos?

—Porque les pagaríamos.

El finquero sonrió, divertido.

—¿Pagarles? ¿A ellos? Iván, usted ha pasado demasiado tiempo en la ciudad. Aquí, la gente trabaja porque debe, no porque quiere.

Iván no insistió. Se levantó, agradeció la hospitalidad y salió.

Cuando, días después, volvió a pasar por la carretera, el algodonero seguía allí, inmóvil, soltando sus motas al viento.

Pensó en todas las telas que nunca existirían. En las camisas que nadie cosería. En las manos que jamás recogerían el algodón.

Suspiró, y siguió su camino.

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