No sabría decir si fui yo quien volvió al sendero o si fue el sendero el que me esperaba. Hay caminos que no se borran con el tiempo, solo se repliegan como hojas de un libro que aún guarda la forma de la lectura.
Todo estaba como antes, pero distinto. La humedad tenía esa espesura de recuerdo no dicho. Los helechos —altos, verdes, antiguos— se inclinaban apenas, como si reconocieran mis pasos y no quisieran parecer sorprendidos. Siempre tuve la impresión de que en ese rincón del mundo las plantas sabían más de lo que mostraban.
Avancé despacio. El silencio era denso, casi táctil. No un silencio vacío, sino uno lleno de cosas que no se atreven a hablar. Como el que queda en una habitación donde alguien lloró. O donde se amó con tanta intensidad que la pared aún tiembla.
No buscaba nada. O eso me repetía. Pero la memoria tiene sus maneras de conducirnos a donde duele suave, como un roce que no corta pero deja marca.
Ella y yo veníamos aquí. No muchas veces. Pero las suficientes como para que los helechos se acuerden. Caminábamos sin rumbo, hablando de cosas sin peso. Pero ahora entiendo que lo importante no era lo que se decía, sino la forma en que nuestros silencios se acomodaban juntos, sin estorbarse.
Me detuve en una curva del sendero, donde los helechos forman un pequeño túnel. Ahí, exactamente ahí, fue donde ella recogió una hoja y dijo: “Esto no sirve para nada, por eso me gusta.” Me reí entonces, sin saber que esa frase se me iba a quedar pegada para siempre. Como esas piedritas que entran en el zapato y uno ya no se molesta en sacar.
Me senté. No para descansar, sino para rendirme. A la soledad, al silencio, a las imágenes que volvían sin que yo las llamara. El aire estaba lleno de esa especie de nostalgia vegetal que tienen los lugares olvidados por la urgencia.
Quizá el sendero no cambia porque sabe que alguien, alguna vez, volverá. Quizá los helechos doblan con delicadeza porque recuerdan nombres que ya no se pronuncian. Quizá la humedad conserva lo que el tiempo intenta borrar.
O quizá todo esto lo invento, como quien escribe una carta que nunca enviará.
Pero hay algo cierto: entre el verde insistente de los helechos, yo sentí que no estaba solo.
Y eso, por un momento, bastó.