Las rosas aparecieron una mañana. Nadie las plantó. Nadie recuerda haber visto brotes ni señales. Solo un día, entre el jardín cansado y una reja que ya no protege nada, florecieron. Rosadas. De ese rosado que no pertenece a este siglo.
Los vecinos las miraban con esa mezcla de sospecha y ternura que se reserva a los milagros discretos. Una señora mayor se detuvo a olerlas, y después, sin que nadie se lo pidiera, barrió su acera entera. Un niño dejó de llorar sin razón aparente, justo al pasar. Un perro callejero se echó junto a ellas como si encontrara casa. Todo eso ocurrió el primer día.
Después, cosas más raras.
Un hombre que había perdido a su esposa volvió a sonreír. Dijo que había soñado con ella entre esas flores, como si el perfume tejiera puentes con lo que se fue. Una mujer dejó de correr. Empezó a caminar. Nadie entendió bien por qué, pero ella dijo que las rosas le habían enseñado la lentitud exacta de la belleza. Un cartero dejó una carta sin entregar, y nadie lo culpó: se quedó mirando las flores durante tres minutos exactos. Luego siguió, como si hubiera leído algo que no estaba escrito.
No duraban mucho. Tres días por rosa. Se abrían como secretos, se entregaban, y luego caían sin drama. Pero siempre había nuevas. Como si supieran que no basta con florecer una vez: hay que insistir. Como la música, o los recuerdos buenos.
Yo las vi también. Más de una vez. A veces cuando salía a comprar pan. Otras, cuando no podía dormir y bajaba a la calle para que el silencio me hiciera compañía. Siempre estaban ahí. Y siempre distintas. Como si cada una naciera sabiendo que es única, pero sin pretenderlo.
Nunca entendí su origen. Ni lo intenté demasiado. Aprendí —gracias a ellas— que algunas cosas no son para entender, sino para agradecer.
Un día, sin aviso, dejaron de florecer. El arbusto quedó verde, pero en pausa. Como un músico que termina una pieza y no se disculpa por el silencio que sigue.
Y entonces todos supimos que las rosas, esas rosas, habían hecho lo que vinieron a hacer.
Nadie las olvida. Aunque no estén. Porque hay gestos que no se repiten, pero se recuerdan con la fidelidad de lo eterno.
Rosas, rosas.
No saben de nombres ni estaciones.
Pero florecen.