Cabuyal
En la vasta biblioteca de la memoria humana, existe un volumen sin título, encuadernado en madera salina y hojas de viento. Contiene una única entrada: “Cabuyal”. Nadie recuerda quién lo escribió, pero todo aquel que alguna vez lo ha abierto, afirma haber sentido la arena entre los dedos y haber escuchado el mar como si le hablara en un idioma anterior al lenguaje.
Una tarde sin fecha, el narrador regresó. No buscaba nada, lo sabía. En realidad, quizá nunca se había ido. Cabuyal —esa playa olvidada que duerme fuera del tiempo— no pertenece a los mapas. Su geografía es fluctuante, como la de los sueños.
El cielo se deshacía en cobre y melón, y el mar repetía su letanía eterna. Las piedras —que según ciertos místicos contienen almas antiguas— reían con las olas como si conversaran sobre siglos enterrados. El narrador se sentó, no como quien descansa, sino como quien consulta un oráculo.
Entonces ocurrió lo imposible: recordó algo que no había vivido. Vio un rostro entre las espumas, una historia grabada en las vetas de un tronco arrastrado por la marea, y comprendió que Cabuyal no era un lugar, sino un pliegue del tiempo donde todos los regresos ya habían ocurrido.
Al caer el sol, supo que cada visita a Cabuyal es un eco de otra, una repetición dentro de un ciclo mayor que no conoce principio ni fin. Y entendió, también, que algunos lugares no esperan: simplemente son. Son porque el recuerdo los sostiene, como se sostiene un sueño que se niega a desvanecerse al despertar.